Cortesía de Franciscus

02 may 2025 / 09:08 H.
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Mi relación con las ciencias físicas fue algo cruda en la época de bachiller. Tuve que aprender por mí mismo la mayoría de los grandes postulados, sumergido en grandes manuales y tratados con los que fui alimentando mi fascinación por los hallazgos de esta compleja disciplina. La mayoría de mortales moríamos a la segunda línea de aquellas pizarras inexpugnables con que nuestros profesores hacían alarde de una sabiduría que se iba desplegando como una formidable pirotecnia de números y cifras que daban con el estado de las partículas con que el universo alcanza la facultad de la luz, el infinito, la relatividad de todo lo que acontece ante nuestra visión, cada vez más empobrecida de referencias. Con todo, aquellas eminencias concluían sus argumentaciones con una inquietante melancolía por la que, probablemente años más tarde, todos aquellos saberes que desarbolaban nuestra inmadura estructura mental serían desmentidos o reformulados con nuevas teorías y laberínticos procesos matemáticos. Ahora sabemos, por ejemplo, que aquello de que la energía ni se crea ni se destruye ha alcanzado estos días una nueva y sabuesa virtud que hará las delicias del “cuñadismo” mediático, tras las insólitas explicaciones del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez: ahora también desaparece. Y en colosales proporciones.

Nos hemos quedado sin luz como nos hemos quedado sin Papa. Nunca sabremos si esos quince gigavatios que se fugaron de nuestra red eléctrica fueron a rehabilitar en vano el cuerpo memorable de los seres que nos han ido dejando últimamente, y con su apagamiento más huérfanos y desprotegidos ante los proyectos del mal que se ciernen sobre nosotros y cuyos promotores tuvieron la desvergüenza de presentarse en el funeral del Pontífice, como si más bien hubieran acudido a cerciorarse de que las piedras del Vaticano no volverán a inmutarse con la violación de derechos humanos que los hombres de negro que se sentaban en aquellos terciopelos han decidido emprender con las consecuencias que vamos conociendo y que fueron una y otra vez denunciadas y exhortadas por el bueno de Bergoglio.

Carismático hasta sus últimos días y enterrado con las suelas desgastadas de frecuentar los márgenes del mundo, Francisco se fue poco después de regalar a los hijos del vicepresidente de EE UU unos huevos kínder. Ay, Francisco, unos huevos kínder a los hijos del todopoderoso James David Vance, mano derecha de Trump, que puso la guerra de Putin a punto de caramelo aquella noche de encerrona en que Zelenski fue humillado en prime time ante los ojos de América. Y he de confesar que me arrancó una carcajada el detalle desapercibido de la cortesía de Francisco. Claramente azotado por su delicado estado de salud, atendió la agenda del magnate y su parentela, ávidos de la reliquia fotográfica para sus huestes. El Papa, al igual que hacemos ante la visita inoportuna de quienes se plantan en la puerta de casa sin otra consideración que lo suyo, mandaría bajar a la tienda a por los mismos chocolatillos que los niños de las clases medias recibíamos en las fiestas familiares al romper las piñatas o con los que llenábamos los sacos que repartíamos en Navidad por las casas humildes de Jaén los jóvenes que gastábamos y aún empeñan su tiempo en diluir la frontera popular que divide a nuestra ciudad, como tantas, muralla arriba en el continuo apagón del azar de la existencia. Y allí, donde la luz no llega jamás estuvo Franciscus, en el intento fraterno de aquel joven de Asís que se plantó descalzo ante Inocencio III con el fin de recibir el permiso de Roma para predicar la pobreza. Tras una primera negativa, dice la leyenda que una revelación onírica turbó la decisión del entonces Vicario de Cristo, y el santo mendigo y sus discípulos consiguieron no solo la bendición sino la impresión orgánica y mística del mismísimo Papa.

Ojalá al abrir esos botecillos secretos que cubren la famosa golosina, los niños de J. D. Vance encuentren las instrucciones de un sueño luminoso que haga digno a su padre de la extrema cortesía con que el tantas veces incómodo sucesor de San Pedro apuró sus últimas horas y se nos fue con esa luz que, a diferencia de la cuántica, no ha vuelto todavía.

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