Buen camino

08 jun 2020 / 13:07 H.
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No recuerdo qué deseo guardaba la piedra que tomé del suelo para cumplir la tradición de arrojarla ante la Cruz de Ferro, durante mi Camino a Santiago de 2004. Echo cuentas y calculo que entonces no había grandes enfermos a mi alrededor. Supongo que me lo quedaría, que pediría cualquier cosa referente a mi próximo futuro. Y, en vista del olvido que me acoge, también imagino que aquella esperanza no contenía demasiada importancia o, al menos, no tanta como para viajar conmigo hasta el presente que habito. A cambio, cada poco rememoro la noche previa en Foncebadón, las personas de distintos colores y países con las que cené en el albergue, las canciones que cantamos y los besos y abrazos que sirvieron de “hola” y “adiós”. Días más tarde, me reencontré con algunas de ellas en la plaza del Obradoiro, y estuvimos festejando hasta la madrugada la alquimia que encierra esa aventura. Nos intercambiamos direcciones y teléfonos, se sucedieron más besos y abrazos, prometimos volver a vernos y, como suele ocurrir en ocasiones como ésta, no lo hicimos. En el tren que me devolvió a Madrid y en el coche que me trajo al sur escribí una carta que nunca envié. Terminaba diciendo: “me he enamorado”. Hoy, antes de encaminarme a Correos, le añado “de la gente de distintos colores y países”.

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