“Bazar San Antonio”, cerca del centenario

19 ago 2019 / 11:18 H.

Proporcionalmente, somos los mejores clientes de Amazon y demás empresas de venta on-line. En el mundo rural hemos aprendido a cercenar las distancias, y sin atisbo de mala conciencia, solo faltaba; porque lo hacemos por mera obligación y de manera sostenida, con lo que no hay. Curioso: por lo general, “en lo que no hay” se engloba todo aquello de lo que cualquier ser humano puede privarse y continuar sobreviviendo como si tal cosa, más ligero incluso, a lomos de la libertad insensata que proporciona eso de que “no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita”. Resumiendo: en Santiago-Pontones carecemos de un establecimiento que disponga de cohetes para alcanzar la luna de Armstrong, para todo de demás, “El Zapatero”.

En 1928 nacen Shirley Temple, Andy Warhol y Ennio Morricone; Josep Stalin deporta a Alma-Ata a Leon Trotsky, Alexander Flemming descubre la penicilina y Francisco Bravo Morcillo funda en Santiago de la Espada el “Bazar San Antonio”, en la casa contigua a la que se encuentra en la actualidad. Dice Evelio Bravo, hijo de Francisco, que ahí terminaba el pueblo y que en 1942, con tan solo ocho años, se colocó por primera vez tras el mostrador para suplir la ausencia de sus padres, que marcharon durante un mes a Granada; lo cuenta sin perder ripio, atento a las peticiones de los clientes, por si aún puede echar un cable y desenredar algún despiste, y tocado por la paz que reportan sus 84 años, el trabajo bien hecho y la tranquilidad de ver a su hijo Antonio —tercera generación Bravo— a los mandos del negocio. No desea una enfermedad larga y dolorosa —espeta—, y yo, sirviéndome de la inmensa camaradería que ofrece, le respondo que no parece muy indispuesto cuando lo descubro a mediodía en la terraza del bar Papachín, tomándose un vino.

En las ciudades son las grandes superficies y cadenas de supermercados —amén de nuestra decisión voluntaria de apostar por ellas— las que están abocando al cierre a las tiendas de barrio o cercanía; en los pueblos, la consabida despoblación, ahondando más si cabe en el problema, porque a la pérdida de empleo que conlleva la desaparición de esta clase de establecimientos se ha de sumar la carencia de servicios, la ausencia completa de alternativas, que resuelven cada vez más difícil la subsistencia en el mundo rural. Y lo que no es menos importante: existen negocios que, además de la prestación que ofrecen, se erigen en un símbolo y en una cota para mantener viva cierta dosis de optimismo y esperanza.

El 15 de noviembre del pasado año amanecí por vez primera en Santiago, en Cortijo Viejo, y lo hice sin una cafetera y sin unas zapatillas de paño; imagino que os cuesta poco o nada entender la clase de emergencia a la que me refiero: ese primer café frente a la ventana, con toda la atención prestada a los pájaros, cuando aún todo está por empezar y con la comodidad que únicamente proporcionan unas zapatillas de andar por casa. Antonio Bravo Palomares me despertó de aquella pesadilla; Amazon and company me quedaban entonces en el quinto infierno.

Más arriba asevero con demasiada ligereza que en Santiago-Pontones ningún establecimiento tiene a la venta un cohete para llegar a la luna de Armstrong, pero preguntadle a Evelio, vaya ser que yo esté equivocado.