de las Nubes”

12 ago 2019 / 11:16 H.

Hay una sierra que pertenece a los recuerdos, unipersonal, que se hace añicos en cuanto alguno de nosotros falta, como si se cayera desde las Banderillas o el Almorchón. La mía, por ejemplo, me conduce a mi hermano Rafa y al Puente de las Herrerías, en mitad de los años ochenta; aunque aquello todavía no se construye como sierra en mi memoria, si miro hacia allí veo una tienda de campaña canadiense, espaguetis en el hornillo, juegos varios y una vaga sensación de libertad, y creo que me habría servido cualquier otro sitio en el mundo con tal de que se encontrara lejos de casa. A la sierra que ahora reconozco me llevó también mi hermano, pero a partir de un viaje a Galicia. Va en serio, el océano, las brumas de interior y el río Eo abriéndose hasta el infinito, más la inmensa distancia con respecto a nuestra tierra, me empujaron a buscar un lugar con un alma parecida, y la Sierra de Segura, sobre todo la parte que encierra el término de Santiago-Pontones, bien puede entenderse como un cachito de norte clavado en el mismo sur.

Durante algún tiempo les pedí a distintos amigos que escribieran su viaje sentimental a Santiago para la revista Zurribulle. Textos muy hermosos en los que gente de fuera describía las razones por las que nuestras montañas se anteponían a otros rincones del planeta; a bote pronto, me vienen a la cabeza el desfiladero del Zumeta que nos contó Antonio Castillo Martín, la travesía atemporal desde Villarrodrigo a Poyotello de Antonio Vela, la comilona “en lo de Miguel” del poeta Javier Irigaray, el eterno periplo del inagotable Luis Cano, con el que tanto aprendemos, o aquel mozalbete —llamado José Antonio Pastor— que se bajó de un autobús en la Puebla de Don Fabrique y echó a andar. Javier Broncano introdujo, además, un nombre alucinante en su narración: La Sierra de las Nubes. Qué mala es la vanidad, y qué estúpida, pero me encantaría poseer la propiedad de ese título: La Sierra de las Nubes, qué bueno, Javier.

También hay una sierra que se parte en dos, la que protagonizan aquellas personas que marcharon hace años y regresan en agosto, Navidad, Semana Santa y puentes; emociona descubrir su asombro por lo que permanece inalterable y por lo irreconocible, por aquella vida que ya solo persiste en sus recuerdos, en nuestros recuerdos; porque de eso se llenan estas fechas las terrazas de los bares y las fiestas de los pueblos y aldeas, de un tiempo pasado y no por ello peor que este presente, porque todo en algún momento fue presente, y el presente, por lo que sea, casi siempre está plagado de normalidad: normal que no hubiera agua corriente en los hogares, que la luz eléctrica llegara al valle del río Madera en los años 90, del pasado siglo, o que las niñas y niños crecieran al cuidado de los abuelos, porque sus padres y sus madres pasaban buena parte del año fuera, trabajando como emigrantes temporeros.

Me contaba Francisco Aguirre Bonache —jefe indio por antonomasia de mi Venta Rampias querida— de cuanto aún no existía la carretera y él se ganaba el pan como recovero, surcando aquellos viejos caminos con un camión, y yo me quedaba maravillado por el pasmo y el cuajo con el que diseccionaba aquella realidad, como si jamás hubiera carecido de un teléfono móvil en su bolsillo y no concurriera ayer alguno con el que confrontar. Soy torpe, y tardé en comprender que prevalece una sierra en la que no caben el tiempo ni las excusas, la que elaboran él y otros tantos y tantas sin descanso, desde el primer día hasta el último: la auténtica Sierra de Segura.