en la ribera, en Cortijo Viejo

05 ago 2019 / 11:14 H.

Los pájaros se arremolinan alrededor del almendro. Es su hora y la mía; llevo meses devolviendo la atención a lo que sucede fuera cuando ellos dictan: una suerte, supongo. Javiera y Dori se sientan en la puerta; hoy no hablan, apenas algunas palabras de cuidado y cariño de la hija a la madre. Me asomo y les pregunto por Aquilino, me cuentan que ya se encuentra mejor, en casa.

Corre el vientecillo rico que tenemos contratado para que se lleve los días viejos y traiga su repuesto. No sé quién haría el negocio, pero merece cien mil calles y un millón de plazas. Javiera tiene 87 años, la primera hembra de once hermanos, la segunda madre de diez, de trece, contando los tres hijos que de veras parió; el alzhéimer que sufre no le impide rememorar la solidaridad que imperaba en la Huerta del Manco en aquellos años 30 y 40 del pasado siglo, y yo siento que cada frase que suelta compone todo un catecismo. Dori trabaja en Navalcaballo, velando por la seguridad de nuestros montes. Me asombra que vaya hasta allí cada día desde Santiago, incluso en invierno, por la carretera de la cumbre; el derecho al asombro es otra suerte, supongo, y de las grandes, supongo otra vez.

El primer día que llegué a Cortijo Viejo, María del Señor, la otra hija de Javiera, me trajo dos cubos con el culo taladrado para la cáscara de almendra, y una bolsa llena de patatas y cebollas. La cáscara se moja para que tarde más en arder, y los agujeros son para que se filtre el agua: ingeniería serrana, de subsistencia. Ese día también recibí un mensaje de Gustavo Jiménez: bienvenido a las tierras altas, me decía. No sé a cuento de qué, pero lo recuerdo —y agradezco— mucho, a cada rato, como si no hubieran transcurrido diez meses ya y siempre estuviera aterrizando aquí y despidiéndome de mi Venta Rampias querida. El corazón no se divide, se multiplica, me ha dado por pensar en cuanto empiezo a añorar los bosques del “partido de abajo”.

Salgo a pasear con los perros por el camino que recorre el canal que riega la vega de Santiago. Cae la noche y allí encuentro a Fulgencio, el marido de Javiera, que a sus 84 años se sigue ocupando de un rebaño de ovejas; y a Dolores y Francisco, mis otros vecinos, trabajando en su huerto, con el Renault 6 que compraron en diciembre de 1978, para el que no hay ITV que se le resista. Dolores nació en las Cuevas del Engarbo, Francisco, en Cortijo Viejo; son padres de cuatro hijos que viven fuera, apuntalando esa especie de maldición con la que esta bendita sierra premia el esfuerzo de los progenitores, que costean los estudios de sus retoños a sabiendas de que, con casi total seguridad, acabarán marchándose lejos. Ellos también me regalaron patatas los primeros días —y ahora lechugas, pepinos y calabacines—. El ser humano está preparado para apreciar a gente que no conoce o que conoce muy poco, solo por lo que representan; y Dolores, Francisco, Javiera y Fulgencio se erigen, sin pretenderlo, a partir de la corriente del río que nos lleva, en esa clase de personas sobre las que descansa la idiosincrasia de la sierra. Les admiro con la misma intensidad que otros usan con Cristiano y Messi.

Regreso por la carretera de la Ribera, me cruzo con cuatro o cinco coches, ni un solo conductor deja de saludar. Escribía en el último de mis libros “me atormenta que se haga real la paz que firmamos mientras hacíamos la guerra”, porque siempre he pensado que un corazón bien aprovechado ha de estar expuesto a una acusada inquietud; y hoy me descubro en esta vida mansa y tan hermosa, aguardando, acaso, las noticias que mañana me puedan traer los pájaros.