Año 20: Carmelo Palomino

05 abr 2020 / 13:41 H.
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Igual ya ha llegado la hora de acercarse al arte pasando olímpicamente de reflexiones estéticas. Acaso así podamos salir de una vez de cualquier confinamiento impuesto por las costuras sociales, las divisiones del trabajo, los expertos y sus jergas. El arte se revela como una imagen sagrada, colectiva, ciudadana por más que aún siga siendo esa cosa buena del mundo malo que tolera y bendice el capital. Globalizado desde la Segunda Guerra Mundial por las industrias de lo cosmopolita, los comisarios del arte contemporáneo no ven con tranquilidad las propuestas que le vienen desde los territorios de lo autóctono, de tal suerte que sea cual sea su importancia las confinan fuera de los escenarios de la fama o en el arcón de lo castizo. Ante esta encrucijada se alza la pintura de Carmelo Palomino Kayser, tan cateta para muchos pero tan humana para todos, cuando se cumplen hoy, 5 de abril, 20 años de la muerte de su autor, cuando contaba 48 años y este siglo asomaba. Se sabe, sí, que Palomino siempre tuvo como modelo de su pintura lo primordial de la vida que anduvo viviendo, que hubo de vivir —trabajo, el de vivir, como tantos, que constituye siempre un oficio que poca gente es capaz de desempeñar a conciencia. Aunque explicarse esta pintura a partir de la dimensión literaria de la vida de su autor es legítimo, una razón plástica de alta definición política informa la vitalidad de esta obra, producto, ojo, antes que del empeño de Palomino para vivir de ella, de la necesitad del pintor para seguir sencillamente viviendo. Sí: una clave de la permanencia de esta obra en el tiempo es su culturalismo radicado en la vida. Así, empastando vida y cultura, se prendía Palomino en el reverso confidencial de los hombres y las cosas, al tanto, tan popular como aristocrático, auténtico siempre, no solo de que estuvo llamado al éxito por sus facultades sino, antes bien, de que dicha condición lo arrastraría a que mucha gente lo viera como un fracasado.

Si la obra de Palomino durante la segunda mitad de los setenta, a lo largo de su «serie negra», fue la de un realista preferentemente goyesco, iconoclasta y primitivo, no menos documental e histórico sería su realismo de la «serie blanca», de la que esta Paquita con lámpara y rosas (1981) es referente capital, por más que entonces el pintor ya anduviese distraído de narrar lo exterior, lo extremo de la calle, para recluirse en lo interior humano, en esa intimidad que a todos nos concierne e iguala. Confidencial este pastel entre dos luces: la de la lámpara y la del cielo, ambas calladas en su eco, en sus sombras juanramonianas de flores a punto de ajarse pero que derraman sus claroscuros y transparencias por la solería de la estancia, casi arrepentida de haber llegado a una mañana cuya duración se proyecta al porvenir para desescombrar su cansancio. Pieza pacientemente elaborada, en cuyo papel no deja de caracolear, hasta volverse materia cancerosa de arabescos, una gama de colores fríos y templados, sordos y encendidos, sonámbulos, mientras un misterioso tenebrismo alza la fugacidad del instante como permanente porque aguarda la sentencia del tiempo. Pieza ascética y humanísima que ilumina nuestros sentidos, seguramente tras una noche de duermevela o en vigilia, con la mirada ciega de Paquita Morales, una mujer tranquila, inmaculada como su misteriosa belleza, cercada de desamparo. Si el héroe romántico tuvo como modelo al bohemio, los de Palomino serán personas desvalidas, perdedores. Sin entregarnos la cosa, sino la sensación de la cosa, haciéndonosla vivir, se nutre así la pureza de Palomino de la lección de Mallarmé, si bien, ay, sin contemplaciones, radical y duro, porque su obra acaba consternándonos al memorizar nuestros vacíos: pintura siempre en rebeldía ante la trama social cuya razón la funda la usura. Sí: esta Paquita expresa estéticamente la suerte de los perdedores del ayer inmediato y la de los de este hoy confinado en su mezquindad social, enmascarada y nihilista.

Pintaba Palomino sabiendo que además de la lectura a que se prestaba su obra durante el presente que la producía, dos más traería consigo una vez que el tiempo la alcanzase: la primera, falsa, a cargo de quienes la viesen de modo retroactivo, releyéndola pro domo sua en el horizonte de aquel pretérito melancólicamente, adonde quizá la menospreciaron sotto voce; y otra dialéctica, la que acometiesen aquellos presentes que recuperaran su pintura para interpretarla expuesta a su devenir histórico, esto es: evaluando el significado que alcanzó dentro del pretérito donde cobrara cuerpo contrastándolo con el sentido que manifestase en el futuro, en cualquier otro presente, el de hoy por ejemplo. Detonante político, a mediados de los ochenta la pintura de Palomino se cuestiona el imaginario del progreso que narcotiza la sociedad, que los amos no están sobrados de honradez, que los que tienen moral son los siervos: una moral, ay, cuyo precio negocian los mercados. Atenta asimismo a la fatalidad de este presente, su conciencia plástica nutre su conciencia civil hasta mostrarse crítica con la opulencia que acentúa la pobreza, con las injusticias que revelan la resurrección del despotismo, con todo aquello que no pone en tela de juicio la supersticiosa insensatez de este mundo que parece haberse plegado a la tiranía de las desigualdades. La belleza de esta Paquita nos memoriza nuestras pérdidas, especialmente la de la memoria del hoy, tan pretérito el pobre que ahora vuelve a dibujarse en el tinglado del futuro como si nada hubiera sucedido durante los últimos cuarenta años. Nadie se alarme, empero, con su imaginario: no va contra las clases acomodadas, solo soñaba acabar con las desfavorecidas, destruir estéticamente la destrucción, arqueologizar nuestra desidia. En efecto: se opone a la identificación entre servilismo y felicidad, al tanto de que cuando se tiene alma de esclavo, incluso toda forma de rebeldía conduce a la servidumbre. Porque veinte años después de la muerte de su autor la pintura de Carmelo Palomino sigue frenando la cosificación de nuestras conciencias, lírica y épica, volvamos a su mundo dialéctico: el infinito sigue protegiéndola, por decirlo con palabras de Diego Jesús Jiménez.

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