Pobre
Yorick

    04 dic 2020 / 16:26 H.
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    Allá por la era preinternet, pensaba yo que cualquier intento de comprender la realidad pasaba por leer el teatro de Shakespeare y el periódico. En mi casa entraba “El Mundo” cada fin de semana, como todos los días en la de mi abuelo el “ABC”; a veces iba a la biblioteca a oler un poco de Hamlet y de “El País”, para alimentar esa intuición mía de que el mundo no podía ser solo una moneda de dos caras. Era, en fin, como quedarse mirando a la calavera de Yorick: me ponía a discutir con el viejo Umbral, dialogaba con la prosa brillante del joven Marías. Tal vez me acuerde de ellos porque encarnaban maneras opuestas de ver y decir las cosas. O porque me obligaban al sacrilegio de opinar ante mis amigos, para quienes lo realmente imperativo era saber qué era mejor para la resaca: ron o whisky. That’s the question. Y, pecado de soberbia y juventud, asumí que a ellos lo único que les interesaba era seguir borrachos y a mí saber de dónde venía la polarización del mundo. Y así, sin darme cuenta y por mi culpa (por mi gran culpa) nos polarizamos. Eran buena gente, creo, pero hace años que no sé nada de ellos. Es la vieja historia: el yin y el yang. El día, la noche. Confinamiento o apertura. ¿PCR, antígenos? Salvar la Navidad o no. Confieso: si volviera a los quince años, me bebería lo que me pusieran por delante.

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