La luz de Antonio Bravo
Una bombilla siempre es el principio de algo. Porque se funde e instaura una oscuridad que nos obliga a ralentizar y a calibrar nuestros movimientos en base a una memoria que no siempre puede evitar que tropecemos; o porque viene a remplazar a otra que hacía tiempo que no alumbraba y que, al pronto, lejos de aportar luz, solo consigue deslumbrarnos. Se podría decir que nosotros somos bombillas o, cuando menos, que en determinadas ocasiones actuamos como tales. Esos días grises o tristes o jodidos que, en una décima de segundo, se revierten esplendorosos por el destello de una persona; o esos días azules, radiantes, que caen de bruces en la noche más oscura tras la desaparición de esa u otra persona.
Son muy económicas las bombillas. Si no has sucumbido a la moda led, apenas un euro. Y quizá por esa razón sean, también, tan necesarias. Hay habitáculos a los que rara vez accedemos; qué sé yo: el trastero de abajo en el que se apilan las bicicletas que ya no montamos, la habitación del niño o de la niña que ahora estudia fuera, o ese hueco que construimos aprovechando la inclinación de la escalera para guardar las sillas y la mesa que sacamos a la terraza durante los meses de verano. Podríamos apañarnos perfectamente en ellos con la linterna del móvil o incluso a tientas. Pero, como apenas cuestan un euro, preferimos la comodidad de las bombillas. Y en este aspecto, de nuevo podríamos decir que nuestra relación con algunas personas se asemeja bastante: las tratamos porque nos resultan asequibles, circunstanciales.
Damos por hecha una luz que, por ejemplo, en Venta Rampias —mi primer destino en la Sierra de Segura— no llegó hasta 1992, con las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. ¿Os imagináis el momento, el flechazo mágico alcanzando el pebetero que, en este caso, fue gracias a mi buen amigo Pedro Cátedra Herreros? Una bombilla, una leve presión sobre un botón y chas: la luz, la claridad.
En mi segundo destino en la Sierra de Segura: Cortijo Viejo, tuve la suerte de experimentar algo parecido. Va en serio: la primera mañana que desperté en la casa que habitaba entonces, lo hice sin una cafetera y sin unas zapatillas de andar por casa. No sé vosotros, pero a mí me cuesta imaginar peores carencias que esas: abrir los ojos sin la promesa de un café y con el deber de calzarse unos zapatos que están domados para dirigirte a un mundo que todavía no quieres pisar. Una hecatombe de la que me socorrió Antonio Bravo Palomares, vendiéndome sendos tesoros en su bazar y dando inicio a una de esas amistades que se fundamentan en el “Aquí estoy para lo que necesites, para cualquier cosa que necesites y que yo tenga en mi bazar o en mi mano”.
Me cuesta describir a Antonio. Llevo meses intentándolo, recordando las cientos de veces en las que me encendió la luz con un leve gesto o con tres o cuatro palabras o con una mano en el hombro o tendida. Supongo que aún me hallo como el resto del pueblo: inmerso en el fogonazo que ha supuesto su partida, tratando de manejarme a oscuras y de evitar el tropezón contra la puerta cerrada de su casa. Resulta curioso: uno de los ejemplos que más se han repetido, tras la desaparición de su bazar, ha sido el de tener que trasladarse hasta las localidades vecinas de Huéscar o La Puebla de Don Fadrique para hacer la copia de una llave y que, a nuestro regreso, descubramos que tal llave no realiza su función, no abre. Una llave que apenas cuesta otro euro o euro y medio y que nos deja en la calle, a la intemperie.
Una bombilla siempre es el principio de algo. Porque se funde o porque viene a sustituir a otra que hace tiempo que no alumbraba. La de Antonio Bravo Palomares, en concreto, difícilmente podrá reemplazarse, y no a causa de la orfandad práctica que conlleva para Santiago-Pontones el cierre de su negocio. Llegado el caso, nos acostumbraremos a recorrer los kilómetros que hagan falta para abrir la puerta de nuestra casa. Es porque sus filamentos eran de oro, de oro puro.