El paraíso

27 jul 2020 / 18:14 H.
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Supongamos que de veras existe una llave que abre las puertas del cielo y un cable bien tenso, con una inclinación idónea para poder ascender hasta allí sirviéndote de él. Que alguien, que no es Dios ni se le parece, te la lanza y espeta: compruébalo por ti mismo, y que un arnés y otros sistemas de seguridad resuelven muy improbable el peligro de accidente para desdeñar tamaña aventura por ese motivo. Que se puede subir y bajar tantas veces como se desee, porque no es necesario haber muerto; al contrario, se requiere estar vivo, porque los muertos no caminan y ya se les presume en el cielo, en el caso de que se lo hayan ganado. Y que en la entrada, lejos de lo que siempre nos han contado, no se encuentra San Pedro, sino un tipo al cuidado de un rebaño o trabajando en un hortal, que no pregunta a santo de qué nuestra presencia allí, pero que sí responde si se le requiere cualquier cosa. Y ahora lo más importante: el cielo no se resume a un espacio atestado de seres alados, suspendidos en una tontada de eternidad; el cielo es, finalmente, un campo de amapolas cuando toca, y montañas cubiertas de nieve cuando toca también, y una vida sin semáforos ni atascos ni prisa por llegar, porque ya se ha llegado, con casas por reconstruir y terrenos por plantar: la España vacía a la que asomamos en verano y fiestas de guardar.

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