El cuñado
Y esa cuerda, ¿para qué es? Pregunta el dependiente. Para la yegua de mi cuñado —responde el otro—: la llevará a pastar al río. Compró hasta nueve metros de cuerda, hecha del mejor cáñamo. Los hortelanos riegan desviando el agua de río por su propio pie. Quince metros más alto, el parque se sostiene, frente al río y a las huertas, por un enorme murallón de piedra. Está lleno de vericuetos que se entrecruzan, laberintos de amor y misterio. Allí anidan suspiros, besos que se buscan, anhelan o se roban. También se crean y conviven embrujos y maleficios. A la frágil luz de la luna apareció la silueta del hombre. Va sobre una silla de ruedas que ¡oh, Dios! ¡Empuja el mismísimo diablo! —“No, cuñado, yo no quiero” —“Tú sí quieres” Y, agarrándolo de la parte de la cadera, lo dejó en equilibrio inestable sobre la baranda del Parque. —“Tú sí quieres, sí”. El hombre lleva ahora la cuerda del mejor cáñamo anudada al cuello. Un leve impulso del cuñado lo precipitó al vacío. No murió de asfixia. Lo desnucó el golpe seco contra la muralla. Un viejo hortelano que madrugó descubrió el cuerpo y dio parte. “No pudo hacerlo solo”, sentenció el juez “Le ayudaría el diablo”, repuso el cuñado.