El cine en los pueblos

    04 sep 2017 / 13:31 H.

    Un privilegio de haber nacido a mediados del siglo XX es que mi generación disfrutó, tal vez como ninguna otra, del séptimo arte en su época dorada. Y no lo afirmo desde una perspectiva prepotente, sería estúpido vanagloriarse de algo casual. Simplemente, fue así. Tan verdad como que la educación tardofranquista y la Iglesia católica nos jodieron la adolescencia y el despertar a la vida. En los pueblos perdidos de Jaén, cuando la televisión apenas llegaba a los hogares, cuando no existía internet, ni redes sociales, ni vídeos, ni pirateo, ni youtube que llevarse a la vista, el cine constituyó, junto a los libros, los tebeos y la radio, la gran válvula de escape, el refugio para la fantasía de niños y mayores. También era fuente esencial de propaganda del régimen: Franco inauguraba pantanos en el No-Do, Di Stéfano y su equipo arrasaban en Europa, las faenas de Dominguín encandilaban a las primeras turistas suecas y a los astros americanos: Hemingway, Ava Gardner, Grace Kelly, Cary Grant... ¡Qué hermosa y triunfante resultaba aquella España, tan rabiosamente diferente, bajo la guía esplendente del ministro de turismo Fraga Iribarne!

    Aunque la nostalgia es un error, reconozcamos que aquella etapa sombría también albergó sus luces... Ninguna comparable a la magia de las potentes lámparas de carbones que cada noche se encendían en cien pueblos, alegrando una sociedad aburrida y asustada. Deseosa también de asomarse a una vida mejor, trepidante, poblada de lujos antiguos y cartón piedra, viajera hacia las minas del Rey Salomón, la suntuosidad de la Reina de Saba o al fabuloso mundo del circo. En casa carecíamos hasta de un retrete en condiciones, pero nos dejaba estupefactos la ropa interior de una gata sobre el tejado de cinz o el torso de un tal Paul Newman. El cine compensó entonces la vida ramplona, adocenada y sin horizonte, desde los más de 300 locales cinematográficos de nuestra provincia, fuera en Cabra del Santo Cristo, en Begíjar o en Pontones.

    La televisión primero, los cineclubes más tarde, Netflix ahora, tumbaron en tres asaltos al gigantón del cinematógrafo. ¿Es una pérdida, un retroceso, una catástrofe, una tragedia... o, sencillamente, lo que el viento se llevó? Cada cual lo contempla, lo vive, o lo sufre, según sus propios valores... Mas quienes nos consideramos hijos del cine, devotos de Orson Welles y de Jeanne Moreau, capillitas de Audrey Hepburn y Luchino Visconti, amantes irredentos de Sofía Loren y Marcello Mastroianni, seguidores de John Ford y de Bette Davis, adoradores de Dirk Bogarde, James Dean y Silvana Mangano, heréticos militantes en las filas de Coppola y Hitchcock, cómplices de Pasolini, Kubrick y Fassbinder, adoradores de Marisa Paredes y Almodóvar... nos sentimos perplejos, desheredados ante ese titánic que se hunde de manera irremediable.

    Por eso agradecemos tanto que el cine de pantalla grande regrese con el verano a los pueblos de Jaén, impulsado desde la Diputación. Se trata de una apuesta lúdica, al tiempo que supone un proyecto educativo de primer orden. En una apuesta didáctica diáfana: que las gentes de ahora, absorbidas por la contemplación de “Juego de tronos “ o “Narcos” en la pantalla de su ordenador o teléfono móvil, comprueben el abismo existente entre esas incómodas microvisiones y el disfrute gozoso, en una pantalla de veintitantos metros cuadrados, acompañado por unos efectos sonoros a la altura de las imágenes. Porque en cine el tamaño sí que importa. Y mucho.

    En España está casi todo por hacer en lo referente a la educación cinematográfica. Resulta penoso que para la mayoría de nuestros adolescentes Buñuel, Berlanga, Bardem (Juan Antonio), Saura, Erice, Picazo o Pilar Miró sean desconocidos. ¿A cuándo esperamos para que el cine entre de lleno en los programas escolares? ¿Cuándo superaremos el analfabetismo galopante de los jóvenes en lo tocante a la historia del séptimo arte? El torreño Baltasar Garzón evocaba en el Fotogramas de agosto los tiempos infantiles de “Esa voz es una mina”, “El pequeño ruiseñor” o “El Cid”... Entonces la gran pantalla nos transportaba al paraíso de los sueños. Ahora vamos hacia atrás. Digo yo.