El aguafuerte goyesco de la religiosidad en España
Cualquier extranjero que visite estos días nuestro país, especialmente si lo hace en las ciudades del sur, podría llegar a creer que los datos estadísticos sobre la religiosidad española mienten y que sus conclusiones referidas a un lento proceso de descristianización, no son veraces. Por un lado se encontraría con las frías estadísticas del Pew Forum, según las cuales se definen como católicos entre un 70 y 75% de la población española, aunque solo el 13,6 % se declaran practicantes. Estos datos vienen corroborados por las últimas encuestas del CIS. Para el Centro de Investigaciones Sociológicas, en los últimos treinta años, este país que antaño fuera “Luz de Trento y martillo de herejes”, afamado en otras latitudes por su acendrado catolicismo, al igual que por sus vaivenes antirreligiosos, ha ido confirmando la clásica frase que resumía el discurso del 13 de octubre de 1931, del entonces ministro de la Guerra, Manuel Azaña: “España ha dejado de ser católica”, si bien es verdad que habría que leer el discurso del que más tarde fuera presidente de la II República para entender su contexto. Estoy seguro de que muchos estarían de acuerdo.
Y cuando hablo de esta extrañeza en los visitantes extranjeros, me estoy refiriendo a lo que pueden contemplar estos días: ciudades enteras en la calle, entregadas por entero a celebraciones, vivencias y actos enmarcados en profundos sentimientos religiosos. Decir que España va dejando de ser católica, mientras, desde un palco o lugar privilegiado, contempla, absorto, un desfile de emociones y vivencias religiosas sobre las que cualquier mente medianamente inteligente sería incapaz de juzgar.
No estoy, con este ejemplo, queriendo definir si se trata de un catolicismo epidérmico, superficial o sociológico, pues, tratándose de cosas de conciencia y de vivencias personales, cada vez más, prefiero suspender el juicio. “De internis neque Ecclesiae”, es decir, sobre “lo interno de la conciencia, ni la Iglesia debería juzgar”. Sea lo que sea; se viva con mayor o menor intensidad, el caso es que el viajero se da de bruces cuando, conociendo las frías cifras estadísticas, contempla estas manifestaciones religiosas en las que hay mucho nervio joven, mucha emotividad a flor de piel y mucha tradición a las espaldas.
Y es verdad que desciende el número de católicos practicantes y que, hoy por hoy, en la cotidianidad, los templos se vacían, el número de padres que piden el bautismo para sus hijos decrece, al igual que disminuye el número de niños y niñas que se preparan para la Primera Comunión y de jóvenes que solicitan el matrimonio por la Iglesia. También aumenta el número de quienes optan por entierros y funerales sin marco religioso. Es verdad que la Iglesia española tiene un desafío ante estas realidades y no es ajena a los preocupantes datos estadísticos. Igualmente es consciente la Iglesia de esa dicotomía, común en una gran masa de creyentes, entre fe e institución, entre Iglesia y Dios. Queda el dato sobre la mesa. Solo me limito a exponerlo como desafío, no solo a los responsables religiosos, sino también a los sociólogos y a quienes, desde la actividad política, quieren arrinconar la religiosidad y llevarla al ámbito de lo privado, mientras que apoyan, alientan, alimentan y financian manifestaciones religiosas populares, a la vez que cuestionan la enseñanza religiosa en los colegios públicos, la personalidad jurídica de la Iglesia en espacios públicos. Muchos de ellos buscan amordazar a la Iglesia oficial con una mano, mientras que con la otra no dejan de exaltar las manifestaciones religiosas de Semana Santa. Todo un “aguafuerte” goyesco.