Soplar y sorber sin educación

15 jul 2019 / 17:00 H.

F ue Albert Rivera, líder de Ciudadanos, el que propuso las pasadas elecciones generales una rebaja de impuestos en la España rural para tratar de fijar a su escasa población e incentivar la llegada de profesionales y pequeñas empresas, procedentes de la ciudad. Es Antonio Sutil Montero, Delegado de Educación en Jaén de la Junta de Andalucía y miembro de Ciudadanos, el que mantiene en vilo a los habitantes de Orcera y Benatae por la posibilidad de cierre de dos aulas de educación Primaria. Llegados a este punto, cabe preguntarse qué prioriza una persona a la hora de evaluar un posible traslado de la urbe al campo o viceversa, si unas décimas menos en el IRPF o la calidad formativa de sus vástagos; cabe, incluso, desenfundar ese axioma que nos carcome: los políticos en campaña nunca dicen la verdad y cuando alcanzan el poder siempre se escudan en la maldita “herencia recibida”. Aclaro, no señalo con el dedo, esto mismo podrían haberlo ejecutado gobernantes del resto de formaciones, nos sobran las incongruencias.

Me cuenta Kiska Espinosa, alcaldesa de Benatae, que en la actualidad catorce niños, entre los 3 y los 12 años (uno de ellos con necesidades especiales), se dividen en dos aulas, con excelentes resultados académicos, y que la medida de Sutil Montero los agruparía a todos en un único espacio. De seguido, me cuenta que lleva, desde el pasado mes de abril, intentando infructuosamente reunirse con el delegado y que algunos padres y madres, si acaba cumpliéndose “la amenaza”, comienzan a cuestionarse la idoneidad de que sus hijos se sigan formando en ese colegio. ¿Resultado hipotético de la ecuación? Dentro de unos años, pocos, podríamos tener un pueblo exento de impuestos en el que no viviera nadie, porque carece de un centro educativo. Parece exagerado, no lo es, ya ha ocurrido muchas veces, y el proceso no varía, al contrario, se repite con suma exactitud: primero, se decide el cierre de la escuela y que los niños pasen a estar internos en la residencia de un municipio más grande y, a continuación, sus padres abandonan la aldea o la cortijada para mudarse a ese mismo núcleo de población o a otros lugares más lejanos y, a priori, más prósperos. Y, lo peor, la situación se torna irreversible, maquiavélica, porque actúa como el sarcófago que cubre el reactor número 4 de Chernóbil: la ausencia de un colegio, obviamente, destruye la más mínima probabilidad de establecimiento de parejas jóvenes y los pocos habitantes que persisten, envejecen y mueren.

Así se produjo en los valles del Madera y del Segura: primero, en los años setenta, desapareció la escuela de Los Prados de la Presa y toda aquella chavalería marchó interna a Segura de la Sierra. No hace tanto, aunque se antoja un mundo, se cerró la de la Toba. ¿Quedan hoy niños en los Royos, en los Prados de la Mesta, en Río Madera, Arrollo Maguillo, Arroyo Blanquillo, Los Pedroches, Venta Rampias, Los Anchos, Prado Maguillo, La Conquista, la Cañada del Saúcar, Huerga Utrera...? Ninguno. Y basta con dar un paseo por cualquiera de estas aldeas para hacerse una idea de cómo afectó este éxodo en el resto de la población: cuesta encontrar una chimenea echando humo, un “piazo” sembrado, una vivienda que no tenga un uso vacacional. Y no siempre ha sido así. Un par de generaciones nos separa de aquella sierra profunda y mítica en la que el maestro enseñaba a cambio de cama y comida a las niñas y niños de Las Tres Aguas, Prado Espinosilla, La Tobilla, Prado Madero..., de este actual “vacío turístico”.

Sensibilidad, a cambio de proclamas electoralistas; abandonar los números, hacerlos trizas en lo referente a la ratio. ¿Qué importan que sean seis niños y niñas, en lugar de once, si de veras se pretende aliviar la nula acción política que todos los gobiernos han prestado al campo? Los colegios conforman el principal acceso a la España rural y, si se cierran, esa España envejece y muere. De cajón.