Corregir los hábitos a través de los impuestos

Malas acciones. La solución para cambiar las malas costumbres alimenticias de la sociedad no es subir los precios

26 ene 2020 / 12:50 H.

Corregir la mala alimentación en occidente (que ya contagia a casi todo el mundo) moviendo al alza los impuestos es algo así como pretender erradicar, digamos que el cáncer de pulmón, con las pamemas del brujo de la tribu. Tranquiliza a algunos y refuerza el poder de la superstición, que es superchería, de otros líderes sociales. La mala alimentación tiene causas bien profundas que no las aliviará siquiera el aumento de 0,47 céntimos la lata de tomate o en 0,80 la pizza margarita. Son políticas, económicas y culturales. El anuncio, poco preciso, del flamante y bisoño Ministro de Consumo Alberto Garzón, de revisar la fiscalidad de los alimentos ultra procesados o ricos en grasas y azúcares, si se queda solo ahí, es poco más que un parche que alarma al mercado y arreglará bien poco, pero eso sí, inflamará la sensación de triunfo y justicia proletaria de algunos políticos, tan ingenuos como osados, que se quedaron en el tiempo en que reyes y dictadores subían y bajaban los precios del trigo a capricho.

Claro que el vasto sector agroalimentario y la distribución organizada han cometido grandes errores al confundir con su propaganda engañosa y poco instructiva a un consumidor masivamente virgen de criterio y cada día más adocenado. Pero este mercado también llena los lineales y tiendas del mundo cada día de más oferta de productos, mejor preparados, más apetecibles y sobre todo seguros. Nunca hubo más personas y mejor alimentadas (como vemos muchas en exceso) gracias a esa maquinaria que se propuso dar de comer a todo aquel que ganara solo 500€ al mes, como dicen que llegó a afirmar Juan Roig para reafirmar el compromiso de su grupo empresarial con los pobres. El problema de fondo es que occidente se llena de pobres; de parados; de millones de personas expulsadas por el sistema con escaso o nulo poder adquisitivo y hace crecer una sociedad de desiguales progresivamente ajenos a las políticas públicas basada en la pedagogía y la escuela. Las políticas impositivas tan demandadas, sobre todo por los especialistas en salud publica y no tanto por los expertos en economía de todas las tendencias o sesgos ideológicos, como remedio central contra el aumento de la obesidad, las enfermedades cardiovasculares o la diabetes, son medidas estresantes para el mercado que, aun pudiendo tener resultados puntuales positivos, valen en esencia para favorecer la recaudación de las haciendas y que al pobre cueste la pizza congeladas unos céntimos más.

Parece más racional y más eficaz a corto y medio plazo, insistir en políticas publicas más exigentes y vigiladas de reducción progresiva y acelerada en el tiempo de esos elementos grasos o azucarados en exceso, así como esa pésima calidad de tanta materia prima en la base de la masiva fabricación de alimentos procesados. Y sobre todo llevar en datos la cruda realidad de una mala alimentación a gran preocupación pública. Porque poco ayudan el espectáculo de los mil masters chef que vemos en las televisiones, se necesitan políticas públicas preventivas, y punitivas también, que lleven a la gran mayoría de la población información precisa y cierta del problema y les ofrezca soluciones alternativas; que oriente en definitiva sobre qué comer y que tipo de vida llevar para que la molicie no nos atrape en la gran ciudad.

Algunos de los argumentos más extendidos y exitosos para poner en valor el efecto positivo de la subida de impuestos en este amplio rango de productos, se resumen en subir el impuesto de “lo malo” y bajarlo a “lo bueno”. Y se quedan tan a gusto. Ni le suenan los versos de Antonio Machado: “el necio confunde el valor con el precio”, y no parecen haber leído nada de esa vastísima literatura existente sobre la formación de precios. Mejor nos valdría a todos que venciera el eslogan “más deporte y menos impuestos”.