¿Táctica en
la educación?

“Asumimos que es bueno no saber, porque todo está ya en Google, y en medio de esta nueva ola, el Gobierno español anuncia ahora que se podrá aprobar el Bachillerato aunque se suspenda una asignatura”

18 nov 2018 / 12:15 H.

Un día me encontré al abuelo Benedetti recitando poemas en la barra de un bar. Lo hacía en clara dicción alemana, más fresco que una vaca pastando en un prado. Creo recordar que en el vaso había un líquido de color granada y desde entonces todo lo que escribió me sabe a pacharán con hielo. Hablaba sobre las corazas que impiden los cambios, sobre revoluciones que no serán. Si yo hubiera estado vivo, enarbolaría el año 1974 como una de las banderas de mi ser, porque fue cuando al uruguayo se le ocurrió parir la manera de construir un puente indestructible entre dos personas. Tanto me importaba en su día el poema de marras que me llevó mi primera novela enterita destrozar este concepto hasta reducirlo a la nada; y, claro, tuve que dedicar una obra de teatro (espero que algún día se estrene) a volver a pegar los cachitos.

No había nacido yo aún, así que diré con la boca chica que gracias a los versos a los que hago referencia comprendí que la poesía de Benedetti trata de miniaturas sentimentales y que para comprenderla hay que saber distinguir entre la táctica y la estrategia. Al leerlo una y otra vez sin desmayo, supe que está en la primera llegar hasta la segunda y sólo respirando en el leve resquicio que queda entre ambas se puede alcanzar el sentimiento que más nos acerca a la nobleza animal y, nada menos, al único acto de pureza de que es capaz el ser humano. Pero no sólo el amor está en los matices. Cualquier hijo de vecino sabe que el resto de cosas en esta vida depende de pequeños detalles: observe escribir a sus hijos, a ver si el modo en que agarran el boli y el tiempo que le dedican a la página en blanco no repercute en el resultado final; el simple apoyo del pie en la ejecución del paso de ballet más simple; el tacto de la yema del dedo sobre el teclado del piano al interpretar una escala; el codo alto mientras se ejecuta el drive en el tenis; la firmeza al estrechar la mano de alguien. No sé si algún poeta de hoy sería capaz de decirlo tan sencillo y tan breve como lo hizo Benedetti.

Y es que la gente de antes era más concreta, más parca y concisa. Mis padres, que están en la generación que media entre la del poeta uruguayo y la mía, son dos personas sin demasiada predisposición a dejarse mecer por los vientos de la sutileza y, aun así, han tenido la sensibilidad de pasar toda la vida entre detalles: aparte de haber construido su casa, no lo han hecho para quedarse en ella, como diría Juan Gelman. Siempre me he jactado de que, en 40 años dedicados a eso de enseñar en un colegio, no los he visto faltar a su trabajo un solo día. Ni la nieve ni la fiebre los retuvo ni los retrasó jamás. Pero hace no mucho, recordé que un día cualquiera de marzo de 1988 decidieron alargar el desayuno hasta dar con el del día siguiente y pasaron de ir a clase. ¿La razón? Enderezar el camino de la enseñanza pública. Nunca han sido ellos de alardear de nada, así que ese recuerdo mío del mes en que se pusieron en huelga no es un tema que se haya sacado a relucir nunca en comidas familiares. No son las generaciones de antes proclives a presumir. Son más de gestos ingrávidos. No sé, supongo que la manera de hacer las cosas era otra y de ahí mi olvido. Que también sabe a endrina, por cierto. Ah, y lo consiguieron. Aquella huelga fue secundada masivamente.

Curiosidades cabalísticas de la vida, calculo que mi padre empezó a dar clase sobre 1974. Vio seis reformas educativas y, sin meternos en honduras (ni en españas, mejor evitar cenagales innecesarios), siempre habla bien de los chicos EGB de los 80. Empieza a echar pestes a partir de mediados de los 90. Con la llegada del nuevo milenio todo dio el vuelco definitivo, a saber por qué. Quería seguir dando clase, pero creo que se fue con ganas de irse porque la cosa se estaba poniendo realmente fea. Una reforma educativa más, imagínense cómo está el patio. Cuando antes en las clases había cinco alumnos que no estudiaban, ahora son cinco los que sí lo hacen. No quiero caer con esto en el complaciente “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, pero hay un peligroso discurso de tinte optimista que está empezando a generalizarse, a imponerse alrededor.

Casi cualquiera ha aceptado como dogma de fe que los tiempos cambian a mejor. Que es positivo que la tecnología avance, porque así el ser humano desarrolla más su inteligencia. Que las nuevas generaciones son las más preparadas de la historia, porque se forman en proyectos y manejan destrezas, en lugar de conocimientos. Asumimos que es bueno no saber, porque todo está en Google. En medio de esta nueva ola, el Gobierno anuncia ahora que se va a poder aprobar el Bachillerato suspendiendo una asignatura.

No creo que se haya pensado en las consecuencias que semejante decisión adquiere para nuestros alumnos actuales: “¿Que me va a quedar tu asignatura? No me importa, me dan el título de todas formas”. Ni el perjuicio que ello significa para cada profesor en concreto. Creo que los perpetradores de las siete (+1 en camino) reformas de la educación no eran educadores o, de serlo, habían perdido de vista las aulas hacía mucho. Creo que ningún político ha tenido nunca claro el espacio que va desde la táctica a la estrategia en la España contemporánea, si juzgamos que no se ha conseguido tender un puente (ni mucho menos, uno indestructible) en el detalle más sensible sobre el que se construye la sociedad: la educación.

¿Y saben lo más curioso? Que los docentes actuales no moveremos un dedo ante la demolición de la que es nuestra casa, nuestro territorio. Que basta que un padre ladre (con o sin razón) para que la resolución penalice al docente en esta extraña ciudad ajena en que vivimos. Se devalúa la figura del profesor y ni siquiera los profesores hacemos nada. Se trastocan enseñanzas y la reacción es tibia. ¿Cómo, Mario bendito, el gremio al que pertenezco no se ha parado a tomar una copa contigo? Claro, nos habrías hablado de revolución, del hielo derretido en el vaso. De huelgas de color granada. Y ya no estamos en 1988.