Inmigrantes: ¿Ayuda o problema agrícola?

01 dic 2019 / 12:03 H.

Corría el año 2003, cuando llegaron los primeros e intensos flujos de inmigrantes al olivar de Jaén. En aquellas fechas, los “convenios laborales del campo”, firmados entre los sindicatos mayoritarios del campo y la patronal agraria, subían cada año más que el precio de la aceituna y el aceite, y los convenios no se respetaban... se pagaban salarios por encima de convenios, por falta de mano de obra en la recolección. A mi vecino, su encargado de toda la vida de la familia, unos días antes de comenzar los trabajos de la aceituna le dijo: “Mi vara este año vale 50 euros”, cuando el convenio vigente rondaba los 45 euros, para su categoría laboral. Escaseaba, entonces, la mano de obra en el campo de Jaén, porque ya se habían ido los más jóvenes a la construcción emergente en la Costa del Sol, a la hostelería turística o la reindustrialización catalana. Y en eso llegaron las primeras pateras masivas de senegaleses y marroquíes... y mi vecino, que se quedó sin gente , tomó la intrépida decisión de contratar una cuadrilla aceitunera de “morenos” —por aquello de no llamarle “negros” que parecía mas feo—, indocumentados la mayoría, y desde luego sin ninguna experiencia laboral, pero con muchas ganas de “buscarse la vida” —que era la primera frase que aprendieron en español— y mi vecino, convencido de que estaban haciendo un bien a aquellas criaturas inmigrantes, y de paso resolviendo su problema de escasez de cuadrilla de trabajadores... tiró para el tajo con aquella partida de aprendices de vareo y sin menos papeles que una liebre... Pero pronto llegaron los controles gubernamentales, con la Benemérita en los cruces de caminos o incluso a caballo por los tajos aceituneros, multando fuertemente a los pequeños y grandes empresarios, que llevaban trabajadores sin alta en la Seguridad Social; pero como no tenían aquellas criaturitas “morenas” documento alguno legal de ser residente en nuestro país, le advirtió severamente su gestor laboral que, por tanto, no podía darles de alta en documento legal alguno, entrando, pues, en un bucle sin salida oficial alguna... Y mi vecino, como no tenía mejor cuadrilla que la ya habida, se pasó toda la campaña escondiendo a los morenos entre los matorrales o corriendo por las lomas cada vez que escuchaban los motores de coches extraños... “con más corrías que el Lute, cuando era el Lute”.

En fin, pongámonos doctos. Inmigración es la acción y efecto de inmigrar. Este término hace referencia a la persona que llega a otro país para residir en él, generalmente por motivos económicos, políticos o sociales. Las razones que motivan al inmigrante son variadas: podrán ser de tipo económico, social o político, pero también podrían ser consecuencia de conflictos armados en la región en que viven, los cuales los obligan a instalarse en otro país, en este último caso calificados como “refugiados”; por ello, los inmigrantes suelen desplazarse hacia los países y regiones que les ofrecen mejores posibilidades como Estados Unidos o los países de Europa occidental. Los procesos migratorios han existido a lo largo de gran parte de la historia humana; cabe señalar que suelen ser especialmente numerosos en países que se encuentran atravesando momentos de crisis, ya que una importante porción de sus habitantes busca trasladarse a otro país en busca de una mejor calidad de vida. En la actualidad, la globalización es un fenómeno social que facilita la inmigración, gracias al desarrollo de los medios de transporte y la liberalización de las fronteras.

La inmigración, no obstante, suele ser criticada por ciertos sectores sociales del país de acogida. Hay quienes encuentran en los inmigrantes uno de los mayores responsables de nuestros actuales problemas económicos y sociales, especialmente en época de crisis, aunque las estadísticas muestran que estas personas aportan, con su trabajo y contribuciones, más recursos que los que consumen. Esto no impide, sin embargo, que muchos inmigrantes sufran la discriminación. El desprecio a los inmigrantes representa un problema que suele pasar desapercibido, dado que en muchos países es parte de la herencia cultural que sobrevive generación a generación. Se trata de un fenómeno muy particular y selectivo: no recibe el mismo grado de discriminación un temporero agrícola que una estrella del fútbol, un musulmán peón de albañil que un jeque árabe, aunque ambos sean de color “negro” o del mismo credo religioso “mahometano”, y aunque ambos provengan del mismo país extranjero. Sobra decir que esto no ocurre siempre, sino que se manifiesta especialmente en personas con “pobreza cultural”, que no implica necesariamente que no tengan formación académica, sino que más bien carecen de “apertura mental”, con poca receptividad a otras culturas o modos diferentes de vida, o poca sensibilidad social, sin más paliativos. En cualquier caso, los intolerantes sociales y políticos, también lo son a convivir con etnias diferentes, tanto como con ideas políticas o credos religiosos que no sean los propios, los heredados. Sin embargo, cuando se habla de racismo, no es un problema sólo achacable a unos pocos exaltados, sino que nos embarga a casi toda la sociedad; es durante un ataque de ira cuando los seres humanos dejamos salir esas ideas que procuramos ocultar en el fondo de nuestra mente. Independientemente de cuán éticos creamos que son nuestros sentimientos, luchamos constantemente contra ideas que se encuentran arraigadas en lo más profundo de nuestro ser; nuestras raíces suelen estar colmadas de principios con los que no estamos de acuerdo, pero que continúan con nosotros durante el resto de nuestra vida, “como un par de zapatos viejos que no nos atrevemos a desechar” pero que de ninguna manera usaríamos. En ese rincón oscuro se encuentra la xenofobia que aseguramos no sentir. Y también el machismo, pero esa es otra historia.

Por otro lado, la inmigración no ha sido sólo un problema universal, sino que también ha enriquecido a diversos países a lo largo de la historia; el más conocido, el de los Estados Unidos de América, en los tres últimos siglos, incluso desde sus orígenes esclavistas. A día de hoy, este fenómeno se extiende a todo el mundo, desde la eterna diáspora china hasta la penúltima producida en un antiguo país próspero, como el de la guerra civil siria. En España, la población supera ya los 47 millones de habitantes; y lo hace gracias al fuerte tirón de la población extranjera. Según los datos del Padrón Continuo, difundidos en 2019 por el Instituto Nacional de Estadística (INE), la población española creció en 2018 en 284.387 personas (0,6 %), lo que situó el total de habitantes por encima de los 47 millones. En concreto, los habitantes foráneos sumaron 290.573 nuevas altas, de los que 36.049 (2 %) provienen de algún país de la UE y el resto, 254.524 (8,6%), son no comunitarios. Por el contrario, los españoles experimentaron un descenso de 6.186. Con datos a 1 de enero de 2019, del total de ciudadanos (47.007.367 personas), el 89,3%, es decir, 42 millones, son españoles, y el 10,7 % por restante, 5 millones, extranjeros. Pero no creamos, que dentro de la Unión Europea somos el principal país receptor, sino que nos supera Alemania, Francia y Gran Bretaña, otra cosa sea que seamos unos de los países mayores de tránsito migratorio por nuestra cercanía al continente africano; ocupamos la décima posición internacional en recepción de inmigrantes.

La inmigración agrícola, conocida como temporera en las hortalizas intensivas bajo plásticos de Almería, en los viñedos de Montilla y Jerez, en los naranjos de Córdoba y Sevilla, en las fresas y frutos rojos de Huelva, en los aguacates de la Costa Tropical andaluza de Granada y Málaga, en los olivares de Córdoba, Granada y Jaén, comenzó antes de la crisis de 2007 en España. Y, desde entonces, ha sido un alivio social para los empresarios agrícolas, pero sigue siendo un problema legal sin resolver, cargada de cinismo político, porque su existencia conviene regularla desde el primer día que se les permite desembarcar “por humanidad” en la forma y modo que convengan sindicatos, patronal y gobiernos, pero que convenien algo... y no deambulen “los morenos” entre el intenso frío invernal de nuestros pueblos, sin recursos, con las escasas ayudas de albergues temporales por tres días máximo de estancia, de ayuntamientos y obras sociales, y con la impotencia empresarial de no poder contratarlos “legalmente”. Aquel vecino mío, aprovechando aquella efímera “ley Zapatero” sobre la inmigración temporal, logró hacerse de un magnífico encargado oriundo de Costa de Marfil, que arraigó con su familia y actualmente es fijo laboral, e incluso tiene la categoría, entre los suyos, de “doukitiki” —una especie de alcalde tribal— que recoloca a sus paisanos inmigrantes con los mejores empresarios, y a su vez también, presenta a los empresarios españoles sobre las bondades de sus mejores trabajadores, favorece las relaciones integradoras y ejerce de una especie de juez de paz, si fuera necesario...A falta de leyes, la vida se abre paso... Y en esto seguimos, en un limbo laboral, que aún imposibilita la contratación temporal, reglada y legal de los inmigrantes temporeros ¿Cómo hacerlo ? Más pronto que tarde, y de la mejor forma, se debe legislar, para que los empresarios de buena fe no sigan corriendo por los “laeros” de los olivas... De los otros empresarios —sin tan buena fe— mejor no hablamos, como tampoco de algunos fanáticos religiosos, y terroristas, infiltrados entre los miles de inmigrantes en busca de un mundo mas justo y mejor.

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Notas sobre el pintor Rafael Hidalgo de Caviades
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Pintor, restaurador y profesor. Nació en Quesada en 1864 y murió en Madrid en 1950. Perteneció a una saga familiar de pintores y arquitectos: su hijo Hipólito Hidalgo de Caviades y Gómez, fue otro gran pintor y académico de Bellas Artes; y su otro hijo, Rafael Hidalgo de Caviades y Gómez, fue arquitecto; a ellos han seguido nietos y biznietos artistas. Siendo niño, se trasladó a Córdoba, donde inició sus estudios artísticos. Después en Madrid, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. En 1884 la Diputación le concedió una beca para ir a Roma. Profesor en Madrid y Barcelona, restaurador del Museo Arqueológico. En 1898 fue nombrado subdirector del Museo de Arte Moderno, donde llevó a cabo tareas de conservación y restauración hasta su jubilación. Como pintor, su estilo se mantuvo dentro de un realismo decimonónico con fórmulas afines al luminismo y temática a menudo andaluza, debido a los lazos que siempre le unieron a su tierra natal. Pintor oficial de instituciones públicas, en su época.