en el aceite

BUENA DIGESTIÓN. La decisión de Trump sobre el aceite de oliva alarma, aún más, a los distribuidores y exportadores

27 oct 2019 / 12:40 H.

Quien lo hubiera imaginado, pero hasta el polivalente míster Trump ha entrado a chapotear en nuestras estresadas almazaras de aceite para alarmar aún más a productores, distribuidores, exportadores, consumidores y hasta al mismo ministro de Agricultura, Luis Planas, que ya cantaba victoria, pues una vez más concluía otra etapa en su vida política sin dejar rastro de gestión y presencia: sol que se filtra por el cristal y no deja huella. El anuncio de una subida abrupta de aranceles a las exportaciones de aceite y otros productos a Norteamérica le obliga a exponerse, incluso impostado, a manifestar su malestar al yanqui y hasta esforzarse para hacer del marrón un problema de la presidencia y, al cabo, responsabilidad última de Bruselas.

Pasado los días, el “zasca” trumpista parece doler menos, pues en Cataluña salen a la calle sus extremos más violentos con cócteles molotov, pasamontañas, altas tecnologías para ocultar intenciones y movimientos y ocupan todas las imágenes en los noticieros. Pero el mal del aceite permanece intacto, aunque a decir verdad ese malestar ha estado siempre. El problema del aceite de oliva en España es crónico, eterno. Ya los pretores romanos lo sufrían. En las últimas semanas el lamento no es por causa de las ánforas derramadas a dos millas del cabo de Creus tras una fuerte tramontana; ni siquiera como consecuencia del llanto por la cosecha ridícula que va a llegar: es a causa del capricho del inquilino de la Casa Blanca, y porque ni el gobierno español ni Bruselas supieron adelantarse a la cacicada americana en tiempo y forma. En realidad, el gravamen que se impone al aceite de oliva y otros productos agrícolas es una represalia a los cuatro países europeos socios del Airbus que USA ha decidido castigar, en favor de su Boeing y otras de sus empresas de aviación, al denunciar ayudas de estado al consorcio europeo. Ni Grecia ni Italia participan en la empresa aérea.

Así que a los lamentos tradiciones se une un nuevo agravio. Claro que este no puede ocultar —es imposible— los graves problemas de un sector que continúa viviendo (o mal viviendo) del volumen, crónicamente atomizado y dominado por una mentalidad antigua de roca muy difícil de permear. Un sector que siempre tuvo a los gobiernos de turno como responsables (o salvadores) en sus avatares y que en los últimos tiempos descubre (y no logra enmendar luego) que son las grandes superficies y supermercados, en manos de enormes cadenas de alimentación, quienes banalizan su producto al colocar su extra virgen como reclamo en el lineal de la masa. El aceite de oliva en el mismo nivel de respeto que la cerveza holandesa de marca de distribuidor, que el papel higiénico en monumental oferta. La venta a precio de saldo es un mal general que, sí, ayuda a una sociedad desigual en creciente empobrecimiento, pero que desvaloriza todo lo que toca hasta el extremo insuperable que ha llegado el precio del aceite de oliva.

¿Cuál ha sido la reacción del productor y empresario aceitero ante la persistencia de una anomalía crónica? Sus escasos resultados nos dicen que mínima. Otros productos, también en el alambre, se defienden en batalla desigual como gatos panza arriba. Los cerveceros, llevando hasta los anaqueles sus mejores productos aupados por felices y costosas campañas de publicidad y marketing; las lactarias convirtiendo la humilde leche de vaca en centenares de productos nuevos, y no digamos el vino —otro producto que exportamos a menos de un euro el litro en su gran mayoría— que se defiende en los grandes mercados llegando, por ejemplo, al milagro de que Carrefour ofrezca en muchas de sus tiendas marcas por miles. ¿Qué ha pasado aquí? Seguramente demasiadas cosas y no todas buenas. Es increíble, por ejemplo, que grandes cadenas impulsen la plantación de miles de hectáreas de plantas de arbequina u hojiblanca, incluso fuera de España (Portugal, Túnez, Marruecos, Sudamérica); aceites muy tempranos, livianos, afrutados, trasparentes, embriones de sí mismos, en definitiva, en tanto se pudren en el suelo miles de toneladas de aceitunas en tantos olivares tradicionales. Y que se extiendan como manchas imparables las plantaciones de nuevos olivos, cuando todos lloran por los 2 euros el kilo que se paga en las almazaras, mientras los aceites se hacen viejos en los almacenes esperando una subida de precio que no llegará nunca y, en todo caso, terminará en provecho de intermediarios y cadenas de alimentación cuando la agonía del no cobro lleve a la alarma al panillero que llaman en Jaén. Es cierto que se ha avanzado mucho, una enormidad. Almazaras privadas en mil puntos de España venden sus productos únicos en botellas joya por todo el mundo, consiguiendo precios incluso suficientes para hacerse ricos. Pero ese mismo producto ayuno del esfuerzo, escaso de aplicación e inteligencia continúa rodando por los lineales con el mismo prestigio que la botella de lejía.

Ahora pasamos por un nuevo episodio crítico. Solo la mejor diplomacia podrá aliviarnos de la fisura que ha producido la nueva recaída. Porque la inteligencia en el sector, que la hay, se dispersa con más frecuencia de lo necesario como si todo fuera parloteo en el corazón del call center.