Más que un sueño, una pesadilla

29 mar 2020 / 13:10 H.

Tras tantos días de confinamiento muchos sienten que se les caen las cuatro paredes encima. Sienten angustia, agobio y aburrimiento; encarcelados en su propio domicilio.

La psicología estudia la agorafobia: Miedo a las reuniones de mucha gente. También existe el miedo a los ascensores por el temor a que se paren y nos quedemos atrapados en poco espacio con el riesgo de que se precipite y muramos; claustrofobia. En casa sin embargo no hay riesgos, por tanto, no debemos tener fobia, ni miedo a lo desconocido, tenemos que prevenir no desarrollar rasgos patológicos, en esta situación.

El estado de alarma está suscitando un cambio forzoso en nuestra rutina, este nos genera estrés, después generará ansiedad y si no se controla nos podemos meter en una depresión. También es frecuente tener depresión que se desencadena debido a un trastorno de ansiedad, como el trastorno de ansiedad generalizada, el trastorno de pánico o el trastorno de ansiedad por separación. Técnicamente no es síndrome de enclaustramiento porque este consiste en una enfermedad neurológica, consistente en estar atrapado en el propio cuerpo que permanece inmóvil salvo los ojos que sirven para comunicarse con el exterior.

Por otra parte, el confinamiento sí está suponiendo un mayor escollo, para quienes padecen patologías previas: Acrecienta la depresión, la angustia, la ansiedad, en general todas las patologías, por lo que es muy importante que no dejen sus medicaciones, ni sus tratamientos. Para combatirlos podemos seguir estos consejos: https://www.facebook.com/100011340293501/posts/1340386363016027/?d=n

La inmensa mayoría, por ahora, no presentan patologías psicológicas. Simplemente aburrimiento y el sentimiento de que se me caen las cuatro paredes encima. ¿Qué hacer? El aburrimiento es el principal detonante de la creatividad. Pensamos “fuera de la caja”, de una manera disruptiva, cuando no tenemos nada que hacer. El histórico discurso de Luther King “I have a dream” fue redactado tras una larga siesta que siguió a un banquete y una divertida noche.

Es el “dulce far niente” el que despierta la genialidad del ser humano. De ahí esas geniales imágenes de dos asturianos escanciando la sidra entre balcones o la fiesta de cumpleaños sorpresa en los balcones o el policía haciendo de Doctor Jekyll.

Cada uno desde su confinamiento puede utilizar su aburrimiento para diseñar formas creativas de comunicación, juegos divertidos para disfrutar en familia, sistemas más eficientes para trabajar con menor esfuerzo, modelos de negocio, inversiones rentables social y económicamente, formas de organización social de mayor impacto, etc.

¿Y qué hacemos con ese sentimiento de que se nos cae la casa encima? Lo principal es liberar la energía reprimida. Haz deporte en casa. No pierdas la comunicación con el mundo exterior. Aprovecha para hacer esa llamada que nunca tuviste tiempo de hacer, reúnete con tus amigos por videoconferencia.

Mantener una rutina es fundamental. Sigue poniéndote el despertador y quítate el pijama. Hazte un horario y cúmplelo. Decide a qué dedicas tu tiempo y obedécete. El tren llega lejos porque camina sobre raíles. Aprovecha para aprender idiomas, jugar con tus hijos o leer ese libro para que el que nunca tenías tiempo. Los síntomas de ambas afecciones suelen mejorar con asesoramiento psicológico (psicoterapia), medicamentos, como antidepresivos, o las dos opciones. Los cambios en el estilo de vida, como mejorar los hábitos de sueño, aumentar el apoyo social, utilizar técnicas para reducir el estrés o hacer actividad física de forma regular, también pueden ser de ayuda. Si sufres alguna de estas afecciones, evita consumir alcohol, drogas recreativas y fumar. Pueden empeorar estas afecciones e interferir con el tratamiento.

Tu casa es hoy una “cárcel”, pero tu mente es libre y las nuevas tecnologías nos permiten viajar todo lo que queramos. No desaproveches esta oportunidad única en lamentaciones sobre tu “arresto domiciliario”. Exprime tu libertad interior y volarás.

Respetada Manuela, gracias por tu invitación para escribir el domingo en el periódico. No me va a ser posible: lo siento. No llevo bien el arresto domiciliario de estos días. A mí también me ha desbordado esta movida, este parón, este estado. Se me figura además que nada puedo decir sobre la cosa que contribuya de verdad a desinfectar el ambiente. No me gustaría engordar el pánico poniéndome a charlar como lo haría otro vendedor de crecepelo o de biblias cruzando la frontera con México. Por fortuna, tú lo sabes, ni soy artista con público ni menos aún científico de impacto. Fui profesor, ahora escribo algunos días, leí bastante, últimamente menos, de ordinario solo los subrayados y notas que dejé por páginas de las que nunca pensé haber sido huésped, apuntes manuscritos por guardas de libros que nunca presté por mi afán acumulativo, aunque ahora me diga, mintiéndome sin engañarme, burgués de pro, jubilata, que así me sentiría a salvo cuando al ángel de Paul Klee lo arrastrara el vendaval del progreso.

No, Manuela: mejor me callo, uniéndome así a la inmensa mayoría silenciosa, a su transparencia callada, sí, a esa transparencia «que no admite sostén, que no admite corona, que corona y sostiene siendo ingrave», por decirlo con el maestro Juan Ramón. Valga por una puta vez la retórica del silencio, como el ensordecedor de las calles hasta que las tome de nuevo la vida fuera de cualquier simulacro. Entiéndeme: de escribir, ay, seguramente acabaría por ponerme autobiográfico, confesional y espeso, me metería en el charco de contar mi privacidad, que tengo monitorizadas mentalmente, por ejemplo, con mi mujer a los mandos, a mi suegra y a mi madre, señoras octogenarias, sobradas de cabeza, que podrían llevar cada una a pulso una gestoría por lo menos, pero andan expuestas al espectáculo tóxico del minuto a minuto televisado, al vaivén de números sin nombre, al pico que nos aguarda pero igual no llega nunca todavía, las dos desde hace años, por más señas, serenamente suyas, ya al tanto de que la hora de su recuento las podría colocar de inmediato las primeras de esa cola. De mis dos hijos que viven fuera de España, podría asimismo contarte la película: con mujer e hija ambos, los dos trabajan en Cambridge porque los salarios que aquí merecen sus ocupaciones de allá no les permiten mantenerse en España como familias autónomas. Lo de mi hijo mayor, de recurrir a su historia, daría mucho más juego, sí, sin duda: cocinero en un Hospital, igual que su mujer —Hospital con mayúscula—, y perdona que altere la norma académica: a ver si así cobramos conciencia, siquiera sea ortográfica, tan pronto como salgamos de estas miasmas, de la importancia de la Escuela y la Ciencia, del Arte y la Naturaleza, de la Salud, de que la Paz es el fruto de la Justicia, como nos avisó el profeta Isaías.

No: no es hora de ponerse estupendo subido al escenario. Va a ser que no. He abandonado mis trabajos de estos días, me atormenta no poderme sentar a la máquina, se me agotan los plazos para entregar lo que tengo pendiente: mi apunte sobre el Libro de la confusión de Ferrer Lerín; darle a leer a Rafa Quintana mi presentación de sus cuentos de En la sala de espera; terminar de una vez ese ensayito sobre Museo de la clase obrera de Juan Carlos Mestre; ponerme sin más aplazamientos con la reseña de Tierra de malvas de Yolanda Ortiz... Escrituras, todas, amiga Manuela, donde la poesía le para los pies a la literatura, adonde pathos y logos se empastan de tal suerte que se me presentan como rodajes de un mismo rodaje, el de la película viva de estas semanas íntimas pero extremas porque de sus balcones hemos colgado lo privado para hacerlo público como si fuera ropa tendida oliendo más que nunca a lejía. Fíjate, créeme, con qué fragmentos me las estaba viendo cuando el bicho ha sentado sus huevos en nuestro pequeño reino afortunado. A su azar objetivo, el que impone que me los encuentre subrayados con un rotulador fosforito, te los dejo a modo de coda, del tirón: «Ahora, / en esta calcárea residencia de mayores, en pleno auge / de fallidos organismos / bajo la advocación de la canícula nociva, / se amontonan sugerencias / cuyo origen / es el Reino de la Aporía», «Al verlo entrar tan alterado, una niña que también espera para pasar a la consulta levanta la vista del libro que está leyendo. Junto a ella, su padre no se ha dado cuenta de nada. Está muy ocupado con su nuevo smartphone entre las manos», «vivo retrato de marx / y de los que cabecean en el metro en dirección a las oficinas / del subsidio / : la iglesia del penúltimo día ha llegado a su día pretérito», «vamos / a dejar / de engañarnos / estamos velando a un muerto / aquel nosotros que tanto se amaba». Lo siento, va a ser que no, no puedo, Manuela. Ya me dirás para cuándo he de acercarte mi artículo del Viernes Santo para el Extraordinario del Agüelo. Entretanto, salud.

Era la noche del viernes 13 de marzo —que en algunos países es el día de la mala suerte— salía de la redacción de Diario JAÉN como cualquier otro día y lo que no sabía en ese momento es que sería la última vez que la pisara hasta ahora. Llegué a mi casa, cené, vi una película con mi pareja y me dormí. Todo normal hasta ahí hasta que empecé a soñar. En mis sueños solo estaban un único tema, el coronavirus, que por entonces era la orden día, estaba en boca de todos por la brutal incidencia que tenía en el país. Era el principio de lo que se nos venía encima. Por la cabeza se me pasaban imágenes del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en una rueda de prensa virtual, instauraba el estado de alarma en España, un confinamiento total, sin poder salir de casa. De la noche a la mañana no podía ver nada más lejos de las cuatro paredes de donde vivo, solo se podía pisar a la calle para hacer la compra o ir a la farmacia, parecía una pesadilla, me recordaba a las batallas de mi abuela —que nació en 1927— contándome las penurias que pasaban en la Guerra Civil para huir y cuidar de sus hermanos mientras su padre estaba al pie del cañón.

Poco a poco, más que un sueño se iba convirtiendo en mi vida diaria, la rutina de siempre, ya que me imaginaba ir a hacer reportajes para la web del periódico por las mañanas, en unas calles que daban miedo circular por ellas por el poco tránsito de personas que había. Por las tardes, escribía las páginas de Diario JAÉN, como todos los días. Mi vida se había trasladado por completo a aquellos sueños, aunque en estos había un pequeño desliz que no lo hacía nada creíble. Ahora, mi lugar de trabajo era mi habitación y la herramienta, mi ordenador portátil. Estaba solo, no estaba en la redacción como era lo normal, no tenía al lado a mi compañero Fran Miranda, en frente estaba la ventana que daba a la calle en vez de los “Manus” (Manu Ibáñez y Manuela Millán). A veces venía mi madre a ofrecerme algo para beber o comer. Todo era muy extraño, aunque otras cosas seguían como siempre, con la misma rutina, ya que poco después de las cuatro de la tarde, Manuela Rosa, adjunta a la Dirección, me llamaba para comentarle los temas que llevaba para la edición del periódico, luego los escribía, así hasta que se acabara el diario del día siguiente, y una jornada tras otra.

Habían cambiado las cosas, pero solo a medias, porque en el fondo, seguía con la misma tarea. Era un sueño extraño, pero que no me quería despertar por el simple hecho de ver cómo mi cabeza elaboraba mi rutina diaria hasta durmiendo, era algo anecdótico y a la vez preocupante porque repetir lo que habías hecho durante el día en la noche, al final te acaba hartando y no descansas bien. Tras la semana de trabajo, llegó otro viernes y seguía igual, con el mismo sueño que una semana, se acercaba los días de descanso y lo utilizaba para eso mismo, reponer fuerzas. Me levantaba tarde y me ponía a jugar a la consola como todos los sábados y domingos, que son días sagrados de FutChampions —un modo de juego del FIFA 20—. No soy muy bueno y me cabreo mucho con él pero por insistencia no será para alcanzar algún día buenos resultados. El sueño se acercaba a la realidad cada vez más hasta que llegó la noche del sábado y mis amigos no hablaban por el grupo de whatsapp para salir a tomar algo, estaban comentando de hacer una videollamada por Skype, a mí me sonaba a chino en ese momento. Dentro de mí pensaba que estaban malos o locos, no era normal lo ocurría, ya que en mi pandilla no salir un fin de semana de fiesta es porque algo grave ocurre. Pero ahí nos encontrábamos, quince personas pegadas al ordenador o al móvil y haciendo esa videollamada, todos con una copa en la mano, simulando que estábamos en un pub o discoteca. Una sensación extraña que no reconocía. No podía creer lo que estaban viendo mis ojos, un sábado y todos los amigos en casa, haciendo un botellón virtual. El sueño era cada vez más rocambolesco y por momentos se acercaba más a fantasías que a la propia realidad —también es lo que suele pasar en los sueños, la mente empieza a crear y no tiene cuando parar, a veces piensa cosas de la vida misma y otras se ocupa, simplemente, de soñar y hacerte feliz mientras estás durmiendo—.

Con este panorama comenzó una nueva semana y volvió la rutina diaria, la misma que siempre, con el trabajo de por medio, escribiendo en el periódico, haciendo reportajes, el sueño parecía no acabar nunca pero es que, a ratos, era la vida misma, hacía las mismas cosas pero de una forma extraña —como ocurren en los sueños a veces—. Así llevo ya más de dos semanas y todavía no he conseguido levantarme de la cama en la que me acosté aquel viernes 13 de marzo, el último día que pisé la redacción de Diario JAÉN, un hogar para mí. Quizá sea por miedo a ver la realidad que hay ahí fuera, aquí sigo, tirado en el colchón, arropado y dejando a mi cabeza crear las fantasías que quiera hasta que me devuelva a la vida real, a la historia verdadera de un redactor de periódico, con sus ruedas de prensa, sus reportajes y entrevistas, todo lo que se hace normalmente lejos de coronavirus porque, al final, el sueño se está convirtiendo, cada vez más, en una pesadilla de la que te quieres despertar, echar agua en la cara y decir: “Aquí no ha pasado nada, estaba solo soñando”. El golpe en la cara llegará cuando me de cuenta de que este sueño que estoy viviendo, no es simplemente un sueño, sino que es la realidad, más de dos semanas de mi vida que están pasando de una forma nueva para todos, sin poder salir de casa pero que al final, como todos los sueños, acaban con un final feliz y ese tiene que ser el de vencer a este bicho raro que nos ataca en forma de covid-19.