Sonata del río chico
El Alto Guadalquivir, con el Trío Sonata in A Menor, de Georg Philipp Telemann

Don José nos dejaba hacer barquitos de papel en clase. Su hijo mayor, Juanín, que ya estaba en el instituto, era mañoso con la papiroflexia y nos enseñaba. Después se hizo también maestro. Barquitos de papel, voladores que giraban a la carrera en el patio de la escuela prendidos con un alfiler sobre una caña fina y aviones que se desplomaban con estrépito entre los pupitres. Las hojas de las libretas eran una mina inagotable.
Sólo a la chiquillería del pueblo se le ocurría botar barcos en tierra de secano y dejarlos navegar a la deriva. Nunca los dejé ir a favor de la corriente en el arroyo que circundaba el pueblo alo este de las últimas hileras de casas, más allá de las eras, junto a un trigal que despareció hace mucho tiempo. Lleva años soterrado y el pueblo ha crecido a uno y otro lado de su cauce.
Sí que navegábamos en la Avenida del Directorio, hoy de Andalucía, cuando escampaba. Nos afanábamos en el arroyo nervioso que formaba la lluvia en los arriates de la larga y ancha calle. Me dirán que desvarío, porque el arriate es esa porción de tierra, acotada por una fila de ladrillos, en el que se sembraban flores, y hasta parras, en los patios de aquellas casas en las que todavía no entraba el agua corriente. La acarreábamos en cántaros desde el pilar más cercano a casa. El letrero colgado de una alcayata encima del caño lo decía bien claro con letras negras: Agua potable.
Sí, escampaba y salíamos de casa para echar nuestros barquitos en esos arroyuelos que dejaba la lluvia, encajonados entre el pequeño muro de los bordillos de piedra de la acera y el asfalto descarnado. Eso en el pueblo era también un arriate, pero para contener el agua.
¿Barcos? Una pequeña balsa armada con palillos de dientes entrelazados; un trozo de madera rectangular; uno de papel que naufragaba en segundos o la mitad del cascaron de una nuez vaciada, con un palillo en el centro a modo de mástil, sujeto con pegamento Imedio, y un trozo de papel triangular ensartado en el mondadientes como airosa vela. Ganaba la regata el que primero llega a la alcantarilla de la esquina. Si te despistabas, el mal menor era perder el bote de palillos o el trozo de madera. ¡Ay si caía en sus fauces el cascarón de nuez!
Así pasábamos muchas tardes tras el zambaleo, pero nunca boté un barquito en un río de verdad. He visitado muchos desde entonces. Me he bañado en ellos, incluso he vadeado alguno.
En este que discurre por las tierras del Alto Guadalquivir tampoco deje ir uno de esos barquitos. Ahora pienso que un trozo de corteza de álamo negro, una rama ensartada en el centro y una hoja de hiedra como vela hubiera bajado veloz por el centro de la corriente hasta llegar bajo el puente con su cortina de hiedras desplegada, equidistante de una ribera muy poblada de matorral y de esos apuestos álamos.
¿De dónde viene el río? No lo sé. Lo cierto es que unos dicen que el nombre procede del latín rivus: significa arroyo. Otros de una palabra antigua inglesa: reofor o rievere. Y hay quienes sostgienen que deriva del verbo griego réo. Da igual, todas las acepciones tienen un denominador común: agua que fluye hacia otra corriente de agua o hacia el mar.