Arpegios y melodías en el arroyo
El Alto Guadalquivir, con Reflejos en el agua, de Claude Debussy

Entre los riachuelos y los ríos van los arroyos, canales naturales de corriente normalmente continua que recogen y drenan flujos de agua en una cuenca fluvial. Hermanos menores, venas vigorosas, que ramifican la red junto a los nerviosos capilares y las grandes arterias del territorio.
Sus nombres les delatan: por dónde discurren, hacia dónde van, cómo son, por qué riberas, qué condición tienen... Así, Arroyo de la Alameda, del Cubo, de Valdeazores, Salado o Saladillo, Arroyovil, del Infierno, de Aguasmulas, de la Gracea o de las Grajas.
Comarca a comarca, quien más, quien menos tiene un arroyo a mano. En el Alto Guadalquivir son como un arañazo limpio que excava el canal sobre las rocas y la tierra, entre los pinos de buen porte, por donde zigzaguean y se quiebran sierra abajo. Aquí un salto, mientras tanto, o una cascada de agua como espuma rizada, blanca natural.
Agua fresca que no esconde nada de tan clara como fluye, quizá desde una fuente, la de su nacimiento, hasta un río o una laguna. Sólo en las pozas se refleja la ribera en su cristal porque amansa la corriente. Y sólo la luz deja destellos en el torrente rápido y escurridizo, rodeando las piedras untadas de limo verde.