Revisitación de la Jaén más norteña desde el alma en EnSueña Jaén 7
De la patria minera que hoy pueblan pozos a la necesaria virtud de la Ilustración; una parada obligada en las dehesas del toro bravo y un relato diferente de la clave de la Reconquista
Hay que quedarse parado y pensar. Pensar para digerir lo sentido. Pensar para repensar lo viajado. Como una granada de impresiones que explota en medio de un mar de serenidad. Así se va EnSueña Jaén 7, con asombro para quien creía haberlo visto todo, resarcimiento para quien iba sin expectativas y recompensa para quien sabía que la magia de Jaén aún guardaba cómo sorprenderlo.
Rosario Pardo no es solo actriz, de hecho eso es lo de menos en un recorrido en el que va con el alma en volandas y el corazón en la mano. Como linarense impregnado de linarensismo, no puedo sino sacar pecho cuando la jaenerísima Rosario casi deambula por los vestigios del plomo que otrora exhalaron esas tierras. Porque sí. Porque hay que deambular para empaparse. Y lo hace sin dolor, dejando su huella en la arena y llevándose en la suela el color de la sangre, el sudor y las lágrimas de tantos mineros que un día flojearon sin atisbo de hacerlo mientras le daban al pico y a la pala. Quedó impreso en mi memoria, de una charla del Colectivo Arrayanes, que la mina que redescubre la voz de Rosario perteneció al grupo conocido como El Sinapismo-Coto Atila, en La Carolina, al igual que la galería La Paloma. No me pregunten por qué, Coto Atila me resultó tan mnemotécnico que aún lo conservo y dudo que se marche.
Pero yo soy de Linares y tengo (mala) memoria, que me la juega cuando compruebo que hoy no somos ni la mitad de la grandeza que recordamos, valga el plural mayestático, incluso aunque esa memoria de la que presumo sea impostada, por heredada, pero forjada a fuerza de tradición oral y escrita. Nací en 1993, La Cruz cerró en 1991. Desde entonces, Linares la carga sobre sus hombros henchidos de trabajar y hundidos por la falta de aliento. Yo no lo viví, pero sí lo soporto, lo sé porque me lo han contado y porque lo he leído. Al menos queda para la autoestima el Banco de España. Casi na’. Linares ha sido pionera para todo. Tanto es así, que lo ha sido hasta para el despojo, pero eso es otro cantar.
La taranta es mina, la mina es taranta. Adentrarse en el color de la voz de Leonor López es hacerlo al fondo de las galerías, donde retumbaban en las piedras las notas que los mineros extraían de sus gargantas contra el desaliento. El escenario no sería tan estremecedor sin “El Calao” acariciando las cuerdas. Cada una parece fina, casi frágil, pero guarda una tensión exacta: si se afloja, no suena; si se aprieta de más, se rompe. Igual que un filón, que necesita la presión justa para revelar su veta sin venirse abajo. Por sí sola, una cuerda no explica la música, como un filón aislado no explica la riqueza de una sierra. Es en conjunto donde aparece el sentido.
La Carolina y Linares bebieron de Cástulo. No fueron las primeras ni serán las últimas. Habitan pegadas a Despeñaperros, que no solo separa territorios, también conecta tiempos.
Entre los pliegues abruptos de Sierra Morena oriental, el paisaje que hoy asoma durante la ruta del viajero fue, hace más de dos milenios, un espacio sagrado, un lugar de tránsito y de culto donde las comunidades íberas dialogaban con sus dioses y con su territorio. Allí, en el Collado de los Jardines, se levantó uno de los grandes santuarios ibéricos del sur peninsular, un enclave sin el que no se podría comprender la religiosidad y la organización simbólica del mundo ibero vinculado a la ciudad de Cástulo.
Tradicionalmente conocida como la Cueva de los Muñecos, por las miles de figurillas de bronce halladas —y en gran parte expoliadas— desde finales del siglo XIX, este santuario se erige como un centro de peregrinación de primer orden entre los siglos IV y III antes de nuestra era. Hasta él acudían hombres, mujeres y niños en fechas señaladas del calendario ritual, probablemente en los equinoccios de primavera y otoño, para rendir culto a una divinidad femenina de carácter territorial, asociada a la fertilidad y a la protección.
Tierra de culto y tierra de guerra. Rosario Pardo tuvo el privilegio de sostener en la palma de su mano restos de las flechas que cortaron el aire en la Batalla de las Navas de Tolosa de aquella Reconquista. Quién pudiera. Qué sensación la de traspasar la frontera del tiempo a lomos de esa memoria que nos alimenta y alienta.
El paisaje no era un mero telón de fondo. El gran abrigo rocoso, los manantiales, las fuentes y los cursos de agua configuraban una escenografía casi ceremonial que otorgaba sentido al rito. El agua, elemento esencial, articulaba un espacio donde lo natural, lo bélico y lo sagrado se fundían en una experiencia colectiva.
Los exvotos de bronce son hoy el testimonio más elocuente de aquella religiosidad. Pequeñas figuras humanas, auténticas fotografías votivas, representan a quienes participaron en los rituales: personajes ataviados con sus mejores galas, portadores de ofrendas, hombres y mujeres que dejaron constancia material de su paso por el santuario. Broches, anillos, alfileres y otros objetos completan un depósito excepcional que da cuenta de la intensidad del culto y de la relevancia social del ecosistema.
Hoy, el visitante puede contemplar un paisaje que conserva su fuerza, aunque haya quedado despojado de gran parte de sus vestigios materiales. La historia que allí se escribió se dispersa ahora en museos, pero el territorio sigue hablando, mantiene intacta su capacidad para emocionar y recordar que, mucho antes de ser frontera, fue centro; antes de ser paso, fue destino; y antes de ser parque natural, fue santuario.
Igual que hay territorios que se explican desde los ojos de la espiritualidad y la fuerza bruta, los hay que no se explican sin sus animales, símbolo inequívoco de El Condado y Sierra Morena cuando se habla de Jaén, donde el toro no es solo un referente cultural ni tradición, es paisaje e incluso paisanaje, es memoria y raíz.
Dejó de ser fauna para convertirse en relato, mito y economía mucho antes de que existiera una plaza o un cartel.
¿Por qué Jaén y el toro? La pregunta encuentra respuestas que atraviesan siglos. Esta provincia fue frontera, cornisa de civilizaciones antiguas y lugar de paso entre mundos. En ese cruce, el toro ocupó un lugar central. Desde el uro primitivo hasta las primeras ganaderías bravas, el vínculo entre el animal y el territorio se escribió sobre dehesas, caminos históricos y asentamientos que hoy forman parte del patrimonio arqueológico y que rescata Rosario Pardo con una armonía que calma y embelesa en un trazado que atraviesa el legado de la Ilustración, las llamadas Nuevas Poblaciones de Carlos III.
Nacieron como quien dibuja una línea en mitad del monte para que el futuro encontrara camino. Surgieron en el XVIII, por decreto y por necesidad, cuando la Corona decidió domesticar un territorio áspero, de caminos inseguros y horizontes cerrados, y convertirlo en promesa habitada y ahora dignísimamente revisitada.
Hoy, cuando el tiempo lo empuja todo hacia la prisa, Jaén recuerda que se construye país desde la paciencia, una mina que fue latido, una cascada que resiste, una ciudad romana que todavía pregunta, un castillo que vigila siglos y unos pueblos nacidos de una idea: Jaén no solo se explica, se escucha.