Ortografía, historia, memoria y deseo
El municipio de Espeluy es la mayor bodega de aceite del mundo




Para empezar, Espeluy es una incertidumbre heterográfica: si infinidad de veces vemos escrito Espelúy, quizá porque quienes rotulan las señalizaciones de nuestra provincia nunca le prestaron oído a la dicción de sus habitantes, tampoco es raro encontrarse escrito Espeluy, solución demasiado atrevida para los integristas de nuestra lengua pero cuya ortografía no deja lugar a dudas acerca de cómo se ha de pronunciar este topónimo. No: quedarse con la ortografía Espeluy no certifica de modo incuestionable su condición de palabra aguda: el hecho de que el diptongo de su última sílaba rechace la tilde al recaer en una i representada gráficamente por una y griega es impedimento que lleva a algunos forasteros demasiado sabidos de ortografía pero ajenos a la toponimia hispánica a pensar que Espeluy así escrito se corresponde con un vocablo de prosodia llana —esto es: [espélui]— al que cualquier apresurado no le hubiera puesto su tilde.
Encantador problema para estudiantes de ESO o papeleta pendiente para académicos de la Real, Espeluy es, gramatiquerías aparte, otro de los enclaves históricos de la provincia: plaza fuerte cuyo castillo ganó para Castilla Fernando III; pago donde la vida de Santa Teresa corrió peligro al vadear en barcaza el Guadalquivir; hacienda del político olivarero más preocupado por la cultura jiennense a lo largo de todo el siglo XX, el conservador don José del Prado y Palacio, aquel que dijo de la capital aquello de «Jaén, infame lugar. / Sus habitantes villanos, / los ricos tontos y vanos, / y el mujerío pelgar»; y atalaya más cosmopolita de todos los jaenes hasta hace tres décadas, cuando el nudo ferroviario que fue lo dejase en ruinas el progreso de otra actualidad que tampoco podía pasar por nuestra tierra.
Con todo, Espeluy se alza para mí como una de las cuatro poblaciones de la provincia adonde me siento más vivo: si su Estación de ferrocarril custodia parte de mi pasado, de mi memoria camino de aquella Europa xenófoba del siglo pasado a la que hube de viajar siendo un niño, su barriada de Santa Ana alimenta mis deseos de futuro, mi esperanza de abuelo viendo a sus nietas crecer conforme el tiempo se suspende por las dehesas de sus caminos y el espacio se dilata en los regadíos de su campiña, calmas siempre sus tierras, bucólicas visiones con ganado pastando cerca de una plantación de algodón infinita.