Luis Berges: “Jaén tiene aún encantos para ser considerada una ciudad habitable”
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El ambiente familiar tenía como música de fondo a Wagner, Mozart, Beethoven, Bach... Sus padres, con visión de futuro, guardaron los dibujos de su infancia en una rescatada carpeta que conserva como oro en paño. Amante de la soledad y el silencio, viajó siempre con un cuaderno de dibujo en su maleta y el contacto directo con la naturaleza, con los pies de montañero en la tierra, contribuyó a que, este mismo mes, pudiera cumplir los 100 años con una lucidez espléndida para contarlo. Luis Berges Roldán (Jaén, 1925) vive en una histórica casa de la calle Cañizares como reflejo de los nuevos aires que propuso para la arquitectura de Jaén, desde el respeto al pasado, el rigor de la función y la atención al detalle. En enero abrió las puertas a Diario JAÉN y ya nunca más las cerró.
—¿Cómo era Jaén cuando usted se vio usted forzado a coger una maleta y poner rumbo a Madrid?
—Era una ciudad pequeña, donde las cosas que más me impresionaban eran las tapias de las casas que daban a las calles, que estaban todas empedradas, saltaban los jazmines al pavimento... Era lo más bello. Yo viví toda mi vida en la calle Juan Montilla, entre Espiga y Julio Ángel, donde jugaba y donde residía Carlos Gutiérrez Aguilera, mi mejor amigo, hijo del psiquiatra Juan Pedro Gutiérrez Higueras, que fue presidente de la Diputación.
—¿Cómo era su ambiente familiar, la vivienda en la que nació y vivió sus primeros años?
—Mi casa la había heredado mi padre, él la arregló y creo que era muy bonita. La escalera que tenía era de las más hermosas que yo recuerdo, por la forja que tenían los antepechos de la baranda. Había, incluso, un relieve de las metopas del Partenón y tenía una claraboya que daba luz a aquel recinto que era la escalera, que se prolongaba y bajaba hasta el sótano y que tenía como función guardar los alimentos frescos, las conservas y, además, por ahí ascendía el aire húmedo y refrescaba la vivienda. Escuchábamos música clásica. Mi padre tenía una gramola, una colección de discos impresionante, tocaba el violín, tenía amigos tan aficionados a la música que, un día por semana, se reunían en casa para escuchar las grabaciones. Yo era el segundo de seis hermanos.
—¿Qué recuerda de los difíciles años de la Guerra Civil?
—Tengo muchos recuerdos, y el caso es que no son muy desagradables, porque los mayores vivían el drama y nosotros teníamos una libertad tremenda. Íbamos todos los días al único instituto que había en la provincia, en la calle Compañía, hoy convertido en Conservatorio de Música. Hacíamos escapadas interesantes. La Catedral estaba cerrada, había sido cárcel, se produjeron sacas de los tristemente famosos trenes de la muerte, pero no sé por dónde nos colábamos que subíamos por unas escaleras de caracol que hay en el fondo y nos paseábamos por encima de las bóvedas buscando sellos de Isabel II, porque descubrimos que en un sitio había un montón de cartas y los quitábamos para hacer nuestras colecciones filatélicas. Mi padre estaba al frente de la arquitectura de Jaén y de su provincia, de tal forma que era el único arquitecto que existía junto con dos ingenieros, Luis Chocano y Manuel Tercero. Los amigos teníamos contactos diarios, hacíamos pequeñas diabluras y recuerdo que a mi padre lo obligaron a ir a hacer fortificaciones al frente de guerra, que estaba en Porcuna y en Lopera. Los llevaban, estaban todo el día allí trabajando y después se venían en el único coche que debían tener aquellas gentes. Como estaba militarmente requisado, porque esa era la palabra, el Ejército republicano le daba un suministro semanal de productos que habían desaparecido, como el café, la leche condensada, el azúcar o aquellos grandes bollos que consumía el Ejército que se llamaban chuscos. Yo era el encargado de bajar al Museo Provincial, ocupado por las fuerzas republicanas, me recibía un cabo de puerta, me llevaba al fondo de una de las salas y allí tenía preparadas las tres raciones. Luego subía, le dejaba una a Manuel Tercero, que vivía en la Plaza de la Constitución, y después iba al Hotel Rosario, donde estaba Luis Chocano, que me extrañaba mucho que había una mesa con una botella de cristal con la que molían el café. La tercera ración se la daba a mi madre. Recuerdo la escasez de alimentos y, sobre todo, que no había pan. Se formaban unas largas colas en una panadería que había en el Pilar del Arrabalejo, duraban días y la gente se llevaba una silla, los niños de día y los mayores de noche.
—Su primer golpe en la vida fue demasiado pronto...
—Terminó la Guerra Civil y mi padre quedó carente de defensas. Fue a un congreso de Arquitectura y Urbanismo que se celebró en Madrid en el verano de 1939, contactó con sus antiguos compañeros de curso y se vino mal, porque resulta que, entre las cosas que hicieron, fue un concierto al aire libre en El Escorial. Se debió enfriar y cogió una pulmonía. Vino a Jaén y no lo pudo superar. Murió ese mismo verano, cuando tenía 47 años.
—Y le prometió ser arquitecto.
—El día en que mi padre todavía estaba en casa y esperábamos su entierro, le juré que yo iba a ser arquitecto. Cuando mi casa se deshizo a su muerte, me buscaron un puesto de trabajo en Madrid, en el estudio de unos arquitectos, y me fui con 17 años solo. Había dos escuelas de Arquitectura, la de Madrid y la de Barcelona, y cientos de personas queríamos ingresar. Nos juntábamos hasta cuatro mil aspirantes en mi curso y aquello era un calvario, porque además de estudiar tenía que trabajar todo el día prácticamente. Conseguí acceder en el curso 1953-1954, seguí con mi carrera y mi trabajo, terminé en 1960, ya me había casado a los pocos días de entrar en la Universidad... Hasta que un día dije, me vuelvo a Jaén.
—¿Dónde se casó?
—Viniendo de Madrid a Jaén. Con el dinero que recogimos de los regalos de la boda, juntamos 16.000 pesetas, nos compramos una Vespa y nos fuimos de viaje de novios al Pirineo y después a Palma de Mallorca.
—¿Llegó a trabajar como arquitecto en la capital española?
—Sí, pero sin poder firmar. Llegué a Jaén en 1960 con mi título debajo del brazo y un antiguo alcalde, Inocente Fe Jiménez, se acordó de mí y me encargó la restauración del edificio destinado al Museo Provincial, que había conseguido él solito, con una lucha personal, rescatar del Ministerio del Ejército.
—¿Por qué se presentó para ser arquitecto municipal si usted era un alma totalmente libre?
—Había quedado vacante por jubilación, me presenté y aprobé. Estuve hasta 1976. La verdad es que tuve un encontronazo con la segunda autoridad del Ayuntamiento, que era secretario general, y salí rebotado bajo expediente. Me opuse a una cosa que no se podía hacer y quería que yo le diera un informe favorable. Me dejaron cesante de empleo y sueldo y, al cabo del mes, cuando me dijeron que podía volver al despacho, salí de mi casa, fui al Ayuntamiento, recogí mis cosas y pedí la excedencia por diez años. Entonces, por distintos caminos, que ninguno busqué, rescaté la iglesia de La Magdalena, que estaba en ruina y no se sabía por qué y encontré los restos de una mezquita, además de un estanque precioso que conocía porque era un lavadero público cuando yo era un niño, restos de una arquería árabe de ladrillo y tuve la confirmación plena de que había tenido un origen de mezquita. En 1954 hubo un terremoto que afectó a la cúpula del crucero de la Catedral. Se presentó la Dirección General de Arquitectura a trabajar en su reparación y un alcalde de Jaén, Antonio García Rodríguez-Acosta, consiguió un proyecto de urbanización de la Plaza de Santa María y del eje calle Maestra, Martínez Molina, Plaza de la Audiencia, la del Hospicio y La Magdalena. Yo, como arquitecto municipal, tenía en mi despacho el proyecto y un día, ojeándolo, leí que había que restaurar unos restos de arquitectura islámica de un antiguo baño situado en los sótanos de lo que era un Hospicio de Mujeres. Estuve diez años alumbrado con una bombilla y con gente de una gran profesionalidad que ahora ya se ha perdido, lo mismo que el oficio de canteros y albañiles. Si yo tuviera que hacer ahora alguna rehabilitación, la dificultad no sería que estoy ciego, sino en encontrar gente que tuviese conocimientos suficientes de albañilería y de la cantería.
—Consiguió el Premio Europa Nostra, ni más ni menos...
—Cuando terminé de restaurar los Baños Árabes recuperé el edificio, que iba a ser Museo del Aceite, luego se dijo que se iba a una ampliación que yo hice en el Museo Provincial, pero al final se buscó emplazamiento en la Hacienda La Laguna, cerca del Puente del Obispo. El caso es que cuando conseguí aquello que parecía de cuento, dos edificios de distintas épocas totalmente restaurados, uno encima de otro, recibí una circular del Colegio de Arquitectos anunciando la convocatoria del Premio Europa Nostra. Preparé la documentación y me presenté. Fue cuando conocí a la directora de Hispania, Carmen Ortueta de Salas, que vino a ver la obra de los Baños Árabes, la acompañé y no decía ni pío, sólo de vez en cuando preguntaba algo. Cuando terminó y ya se iba me dijo que llevaba una cartera muy voluminosa de propuestas y que, después de lo visto, optaba por no presentar nada más que lo que se había hecho en Jaén. Había tres medallas de honor y cinco diplomas para todas las restauraciones presentadas en Europa y conseguimos una.
—¿Sigue su lucha por conseguir restaurar los baños que hay debajo de una vivienda en la calle Calvario?
—Eso está pendiente todavía. Posiblemente la familia estará pidiendo un disparate. Desde que yo descubrí ese baño, en 1986, no he parado de luchar para que Jaén tenga dos baños árabes, que sería la única ciudad de Europa, pero no hay manera. Van a dar lugar a que la casa se hunda. Se lo dije a Francisco Reyes, dos baños en una ciudad, eso no hay en Europa. ¿Por qué la Diputación no compra el edificio y se olvida del Ayuntamiento?
—¿Se sintió libre en el ejercicio diario de su profesión?
—Fui totalmente libre. La gente confió en mí y, además, no tuve ningún impedimento como los que hay ahora con los arqueólogos, por lo que yo pude excavar lo necesario para encontrar restos, sin condiciones de otras profesiones para la obra arquitectónica. Hoy en día, la Arqueología ocupa partes de lo que el arquitecto tiene que hacer en una edificación a la hora de restaurar.
—¿Cómo compaginaba la recuperación de los edificios con la restauración, lo más difícil?
—Primero había que determinar qué había caído en mis manos y, después, intervenir en su restauración y adaptarlo al uso. Sí, eso era lo más difícil.
—¿Cómo era el lenguaje de la Arquitectura en aquel momento?
—Entonces estaba muy cerca del de la construcción, el lenguaje de la albañilería y la cantería. En Jaén, tierra de canteros y albañiles, transmitían sus conocimientos y su forma de construir y de vivir de padres a nietos.
—¿Cuándo empezó a trazar sus primeros dibujos?
—Con cinco años. Lo sé porque mis padres recogían mis dibujos y los metían en una carpeta que encontré después y que la tengo. Luego aprendí en la Escuela de Artes y Oficios, en la sección de Dibujo Artístico, además de que tuve que dibujar mucho con carboncillo y al grabado con tinta china para ingresar en la Escuela de Arquitectura, por lo que fui a una academia, unido a mi vocación. Ahora, a ciegas, de vez en cuando, consigo hacer algo.
—¿La acuarela?
—Era una asignatura obligatoria y la aprendí. Me gustó mucho como medio de expresión del arquitecto, porque ahora es el ordenador, antes todo era a mano.
—¿Y el óleo?
—En la Real Sociedad Económica Amigos del País salió un curso que impartía Paco Cerezo y me matriculé en él e hice algo de óleo.
—¿Es un artista?
—No, yo no soy un artista.
—¿Cómo se define?
—Como arquitecto que ha utilizado el dibujo y el color para desarrollar mi profesión.
—¿Cómo ve la capital arquitectónicamente?
—Yo diría que Jaén no está ahora en sus mejores momentos. Cuando yo era arquitecto municipal conseguí despejar la circulación rodada del entorno de la Catedral, que ahora está ahogada por el tráfico y las calles que desembocan en la Plaza de San Francisco dejan tal cantidad de vehículos de todo tipo, tanto particular como de carga y descarga, que como no se tome en serio este problema, Jaén dentro de poco será inhabitable. Ya en parte lo es. El suelo de la ciudad ha desaparecido entre mesas, sillas, lo que sueltan los perros, los coches, que aparcan en las aceras, hace poco me estrellé con uno de ellos... Jaén tiene todavía encantos para que sea una ciudad habitable y no un suelo para explotarlo para algunos.
—Cuesta entrar en la faceta personal. ¿Cómo es Luis Berges?
—Una persona que buscó siempre la perfección, que me gustó la soledad, he sido escalador, montañero y senderista... Soy una persona que tiene un jardín y que lo trabaja con sus manos. Soy una persona que, cuando ha viajado, no ha llevado una cámara fotográfica, sino un cuaderno de dibujos, una persona tranquila que ha tenido que trabajar muchísimo porque en mi casa había nueve personas, entre ellas yo, que dependían de mi trabajo.
—¿Cómo conoció a Taly?
—La conocí porque uno de sus hermanos estaba en Madrid intentado hacerse arquitecto. El padre de Taly era aparejador de Hacienda. En una fiesta de Navidad, recuerdo que volví a Jaén después de tiempo sin venir, entre otras razones porque no tenía dinero para coger el tren, mi cuñado Jaime me invitó a su casa y la conocí. Estuvimos diez años novios, como los de antes, que para besarse tenían que juntarse el cielo con la tierra. Luego 67 años casado con ella. Hablar de Taly es empezar a llorar como un chiquillo.
—¿Qué ha pretendido inculcar a sus siete hijos?
—Naturalmente, la obligación de estudiar para que hicieran lo que quisieran después. Si acertaron o no, es cosa de ellos, porque yo me limité a darles los medios. Uno de mis hijos es arquitecto, su hija también lo es, por lo que hay cuatro generaciones de arquitectos Berges.
—¿Sigue activo?
—Sigo intentando hacer cosas, pero he perdido la perfección del dibujo y lo tengo que suplir con la mancha y el color y ahora no sé ni lo que hago.
—¿Qué es lo mejor que le ha pasado en la vida?
—Venir a Jaén.
—¿Y lo peor?
—La muerte de dos de mis hijos y, últimamente, la muerte de mi mujer, Taly.
—¿Qué supone la Medalla de Oro y el título de Hijo Predilecto para usted?
—En primer lugar, aún no lo he digerido, no sé en realidad por qué mi trabajo, que siempre lo hecho lo mejor que podía, merece esa designación.
—Gracias por permitirnos sacar su obra a la calle y que los jiennenses la conozcan...
—La verdad es que me ha hecho feliz conocerte, mi trato conmigo, de charlar, de esperarte para darte lo que tú querías publicar y me ha hecho feliz el hecho de que la gente conozca que tiene un patrimonio arquitectónico nacido de una arquitectura que había heredado del pasado.
—¿Continuará?
—No lo sé, quedan muchas cosas por hacer en Jaén.