Vacaciones: Curarse de la enfermedad del tiempo

    H.

    Arrancan los meses fuertes de verano y se rompen las manecillas del reloj. Desgraciadamente, esas manecillas se rompieron para muchos al perder su trabajo. Aunque parece que es el momento de gozar de la “libertad del tiempo”, al final se ven afectados por la “enfermedad del tiempo”, diagnosticada en Estados Unidos en los comienzos de los años ochenta del siglo pasado. La prisa devora, el supermercado manda, la estética prima. Es el consumo el que se adueña del tiempo que no deja saborear la hondura de la pausa y el sosiego. El consumo entra a navajazos moldeando nuestro tiempo a su capricho. Y en medio, alguna escapada, con guía turística y todo el día pegados al móvil colgando fotos en Facebook. ¡A quién le importa lo que haga! ¡A quién le importa dónde esté! Pero hay que exhibir el ficticio gozo ante quien no puede permitirse ese placer.

    Ofrezco una alternativa para curarse de esa “enfermedad del tiempo” mediante la “filosofía de la pausa”, la vida lenta, el slow. Ningún tiempo mejor que el estiva para ello. Apelo a esa actitud de vida que resume la palabra que encabeza esta sección semanal. Vivir el tiempo de ocio como un “flâneur”. Es bueno viajar a países extranjeros, aunque solo sea para fotografiarse delante de los monumentos emblemáticos y dar la monserga a los amigos, a la vuelta. Estuvieron en París, pero no saben dónde están Las Juntas de Miller, o el chorro de agua de La Toba. Hay quienes fueron a Londres pero no saben del sabor de las cerezas de Torres. Visitaron el Puente Carlos de Praga, pero nunca se atrevieron a perderse subiendo a las Lagunas de Valdeazores. Tienen muchas fotos de Roma, pero nunca hicieron la Ruta de los Castillos de Jaén. Estuvieron en la Oktoberfest de Múnich, pero se perdieron las fiestas de Moros y Cristianos en Campillo, Bélmez o Carchelejo. Saben un poco de lo lejos y casi nada de lo cercano.

    Hay que saber perderse como flâneur por esta rica, esplendorosa, profunda y grandiosa tierra de Jaén, deteniéndose a conversar con los más viejos en las más de cincuenta aldeas de Santiago-Pontones; merodear por El Condado y perderse por carriles que nos descubren atardeceres de embeleso. La felicidad del flâneur consiste en estremecerse ante el silencio, solo roto por el rumor del agua o el zumbido del moscardón; beberse el cromatismo de cielo y la tierra, su amaneceres y atardecidas y esas noches brillantes de nuestras sierras. Madrugar y conversar con los hortelanos que, bien temprano, salen a remover la tierra viva por las vegas del Guadalquivir. Gozar en las fiestas de las aldeas, con los viejos cantes y bailes, la alegría en los ojos de quienes en muchos pueblos recuerdan su niñez, pero olvidaron los olores y los colores,

    Fue Baudelaire quien acuñó el término “flâneur”, Walter Benjamin, consagró esa palabra, tomada de Herssel, el padre del autor de ese libro tan vendido, catecismo del 15-M, “Indignados” y que, más tarde, recogería Edmund White, poniéndolo de moda. El flâneur sale a la calle y mira; se ríe, llora y vuelve a casa, embriagado de esa orgía de colores, sabores, olores, impresiones. Le importa un bledo cuándo dicen que se construyó aquel palacio, se pintó un cuadro o se levantó aquel templo. Se mente va mucho más allá. Baudelaire, muy harto de vanidad, siempre encontraba flores en el estiércol y brillantes en el basurero. Y se quedaba absorto ante la belleza de una línea recta, una mirada, el llanto de un niño, o el suave atardecer y lento amanecer. Miraba, no solo veía; escuchaba, no solo oía; escalaba, no solo patinaba.

    Los veranos de Jaén

    n Si hay novelas de Jaén que describan de forma maravillosa los veranos de Jaén, una de ellas es “El viento de la luna” de Muñoz Molina, recordando aquella noche de verano ante el televisión en blanco y negro viendo cómo el hombre ponía en pie en la Luna, mientras escuchaba al más viejo decir que era un truco. Lo mismo sucede en “El Jinete Polaco”. Pero, también otras novelas de Manolo Urbano, Ortega y Sagrista, Eufrasio Alcázar y su “Senda de los Huertos”, las tardes de Jabalcuz, contadas por Cazabán; las fiestas de agosto de la capital. Escritores como Tico Medina entraron a saco para describirnos esos tiempos calurosos con el botijo de Bailén y las alcazarras de Andújar en los patios regados, bajo las parras y el frescor del vino en el gaznate. No es nostalgia; es un remedio saludable.