La soledad como única compañera
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Hoy, 22 de abril de 2020, a treintaiocho días y once horas de la declaración de estado de alarma ‒y la consiguiente imposición de cuarentena,‒ amanece haciendo aguas por todas partes. El aire se cuela empapado por una rendija del frente prebético externo de las cordilleras Béticas, nordeste de Andalucía, exactamente, la Sierra de Segura.
Si en diciembre, ‒cuando todo era inocencia, el verano suplantó al invierno y los ciudadanos disfrutaron de la playa en Navidad, ahora que casi todo está intoxicado, el invierno ha usurpado el papel de la primavera, permitiendo que las zarzas devoren a las cabras. No, no es fácil aceptar la existencia de estos valles invisibles al ojo humano, confinados durante siglos, condenados al ostracismo por una Historia cuyo tiempo, marcado por toda clase de revoluciones, fue finalmente impuesto por la tiranía del Progreso. No es honesto entrar a un territorio expoliado hasta la extenuación si uno no ha llevado a cabo previamente su propia penitencia. Y, aun así, lo más probable es que no encontremos nada de lo que esperamos. Para adentrarse en las vidas que dan sentido a este mundo abrupto y escarpado lo mejor es no esperar nada. De hecho, el policía municipal me avisó de que me iba a ser imposible hablar con Valeria, única habitante actual en La Hueta, aldea perteneciente a Orcera. “El otro día”, me cuenta el agente, “fui a llevarle comida y, nada más verme, salió corriendo, se encerró en su casa y no me quiso abrir”.
Nada más entrar en la aldea, me la encuentro de bruces. “Hola, Valeria. ¿Me conoces?”, le pregunto. “Pues claro que te conozco, ¿no te voy a conocer?” Así es que pasamos dos horas hablando y dando vueltas por la aldea y sus huertos. Y, por su puesto, en ningún momento de la conversación aparece la palabra “coronavirus”.
Valeria tiene 83 años. En 1972 se fue a trabajar duro a Cataluña “fregando suelos de rodillas”. En 1985 volvió a la aldea para cuidar de su madre. Ya no ha salido. Su casa no tiene luz eléctrica, a pesar de que el tendido pasa por su fachada. Valeria vive al día y baja de vez en cuando, andando, a Orcera o a Siles, ahora, no‒ a comprar o ir al médico, aunque últimamente no se lleva bien con ellos, ni con los bancos, que, según ella, le han quitado un piso que tenía en Sabadell y que sirvió de aval para un préstamo que pidió con el fin de comprar una casa en Orcera. “Yo quería la casa para acoger niños que pasan hambre, que buscan comida en los contenedores. Pedí 47.000 euros, el piso de Sabadell lo valoraron en 200.000 euros. Ahora dicen que lo han vendido por la deuda que yo tenía. Entonces a mí me corresponderían más de 100.000 euros. ¿Para qué quieren tanto dinero? Eso es codiciar los bienes ajenos. Yo soy creyente. Todas las mañanas, cuando me levanto, abro la ventana y doy gracias a Dios y creo que el planeta Tierra y el universo entero lo ha hecho un todopoderoso, y los que hemos nacido aquí tenemos derecho a vivir en este planeta. Los indefensos, los que tenemos buena voluntad, no hacemos daño a nadie, y yo necesito el dinero que me han quitado los bancos para dar puestos de trabajo a la gente que no tiene nada. Están muy equivocados. La gente no come nada más que cosas de química. La agricultura, que ha sido fundamental siempre, ahora está abandonada. Pero si las cosas se siembran y se crían solas...”