
La llave de Sotillo de la Parra abre la memoria en la Sierra de las Cuatro Villas
Entre los recuerdos de Aurora Mendoza, la propietaria del cortijo, y las canciones antiguas de Andaraje fluye una forma de vida que ya no existe, pero permanece

Nos ha relatado el etnógrafo Joaquín Díaz esta semana, previa al concierto de Andaraje en EnSueña Jaén 5 este domingo, que el patrimonio inmaterial que siempre está en ruinas y en trance de desaparecer acaba siempre resucitando. “La memoria de la gente no se pierde tan fácilmente como el aspecto material de las edificaciones populares, que entre todos hemos ido perdiendo poco a poco, o permitiendo que se perdiera”, apostillaba. Y esa memoria ha aflorado con Andaraje y EnSueña Jaén 5, en este paraje de la Sierra de las Cuatro Villas, en el cortijo del Sotillo de la Parra, en cuyas ruinas el equipo de Diario JAÉN grabó el concierto con el grupo jiennense durante todo un día. Trabajo duro, gratificante y que merece la pena por todo lo vivido. Hasta por lo imprevisto, porque el equipo del periódico encontró en el paraje la llave del cortijo.
Tuvo mucha vida. Después, cuando el paso inexorable del tiempo y sus imposiciones envió a sus moradores a sitios más poblados, comenzó su ruina. Se fue cayendo y acabó expoliado; primero las tejas y después puertas y ventanas, pero se dejaron la llave, una metáfora de cómo con este proyecto se ha abierto la memoria del lugar. Porque también hemos hablado con una de sus moradoras. Aurora Mendoza Manzaneda vivió en el cortijo y es su propietaria con José María Carmona Ruiz, su marido. Fue él quien se desplazó a la comunidad valenciana hace 42 años a comprárselo a sus anteriores propietarios, que emigraron. Su relato lo ha recogido el periodista de Diario JAÉN Iván Fuentes. ¿Cómo era su vida entonces? “Mis hermanos iban a pastorear y yo les llevaba la comida hasta el cortijo que ahora es propiedad nuestra. Allí solían esperar hasta que llegábamos”, refería este jueves. Aurora vivía, desde que nació y hasta los 14 años, en un paraje cercano, conocido como El Tranquillo. Cuenta que sus familiares tenían otros cortijos en la zona y relata anécdotas en el Molino de la Parra: “Durante la época del hambre se iba a moler trigo de noche, a escondidas para que no les quitaran el trigo. Yo iba de día, sobre todo, y nos cobraban la maquila, que era como se llamaba el impuesto en aquella época”. Hay otro trabajo inmemorial que perdura en la zona, la apicultura. Trabajan con colmenas en el entorno del cortijo y Auroza precisa que les pagan dándoles miel, en especie, como solía hacerse en los viejos tiempos. Tiene buena memoria Aurora. También relata el uso que tenía la caseta forestal de La Parra, casa de guardas. Y la memoria le alcanza para decir el nombre del primero que la habitó, Miguel Polaino, y del último, Antonio Foronda.

Así se recupera la memoria, la tradición, una forma de vida que fue y que ya no existe, pero que impregnada en las piedras de las ruinas del cortijo y en la sierra y sus parajes, en el relato de Aurora. Y todo ello rezuma en las canciones de Andaraje, de allí y de otros lugares. Ellos son, y recurrimos de nuevo al juglar Joaquín Díaz, representantes de esa cultura popular y sus defensores. Hay que escucharles con atención las letras y las músicas; sus gestos y a sus timbres de voz. No suena lo mismo, no transmiten las mismas sensaciones, en los CDs, que son magníficos, que junto a las paredes derruidas de un cortijo en medio de una sierra de la provincia de Jaén donde, seguramente, pastoreando, al amanecer o a la puesta de sol, aviando la comida o tendiendo la ropa lavada, en una fecha señalada o durante una fiesta familiar cantaban coplillas que, a su vez, eran memoria de aquellos y de otros tiempos.