Duele el silencio
Obituario en recuerdo de Pedro Jesús Castro Jiménez, de Valdepeñas de Jaén
No puedo hablar de pasado cuando siempre estará presente y, aunque cueste entender que su presencia física quedará en el recuerdo, advierto que nunca le olvidaré. Desconozco el propósito y el final de una carta que nunca pensé escribir y espero que, al menos, reconforte a quienes tenemos la suerte de haber compartido vida con él. Nunca presagié un comienzo de invierno tan frío en un rincón de la Sierra Sur que permanece callado desde su partida. Valdepeñas de Jaén, el pueblo que nos vio nacer y crecer, llora una pérdida irreparable, insustituible, injustificada, dolorosa, inexplicable, fuera del sentido común, injusta, a destiempo... Duele el silencio. Pedro Jesús Castro Jiménez fue el primero en todo desde que tengo uso de razón. Inolvidable el recuerdo de aquel niño con gafas que, sin pestañear, llenaba los boletines de sobresalientes hasta alcanzar esa Matrícula de Honor para la que no hubo rival. El primero en el colegio, en el instituto, en la Facultad de Enfermería, Fisioterapia y Podología de Sevilla...
El primero en leer, el primero en emprender, el primero en escalar hasta la montaña más alta y, ahora, el primero en abandonar un paisaje roto con su ausencia. Jugábamos, de chicos, a ser buenas personas. Él inventaba historias para hacer el bien a conocidos y desconocidos y, en cuanto tuvo la oportunidad de desarrollar su vocación, se dedicó a recoger la semilla que sembró cuando era un niño, a ayudar a la gente a ser feliz, con tres herramientas que modeló a su antojo: una formación científica exquisita, un don especial en sus manos para sanar y una curativa sonrisa permanente. Eligió su pueblo, nuestro pueblo, para dar rienda suelta a sus solidarias inquietudes con el privilegio de vivir de lo que realmente le dio la gana.
Nuestro amigo del alma nos enseñó a sentir la pasión por la naturaleza que heredó de su padre, se convirtió en el guardaespaldas de las chicas en las “trochas y veredas” que recorríamos con él en aquellas maravillosas escapadas y consiguió que los parajes que pisamos los recordáramos para siempre como parte de nuestra geografía sentimental. A punto de descalabrarnos estuvimos más de una vez en aquellos veranos en los que dejábamos a los escaladores a la altura de una zapatilla, pero nunca derramamos una lágrima a su lado, porque con él estábamos a salvo. Las apandilladas trastadas, en las que ejercía de fiel escudero, deslucían cuando, al regresar a casa, los padres regalaban un merecido escarmiento por los pantalones rotos de Sonia, por ejemplo, o los calcetines con tomates de Herminia. Anudamos amistades que perduran en el tiempo, aprendimos música, descubrimos las maravillas de la arqueología y, en una recién estrenada biblioteca en la plaza, nos adentramos en el amor por los libros. Leíamos con voracidad y con esa pasión desorbitada que transmitían sus gestos. Lo suyo era de todos.
Pasaron los años, los amores, los desamores, maduramos más tarde de lo que lo hacen nuestros hijos, estudiamos, nos formamos y crecimos por dentro y por fuera. Siempre juntos, separados por la distancia obligada del destino individual y, a la vez, unidos por lazos de fuerza cosidos a golpe de corazón. Cada uno de su padre y de su madre, diferentes, un árbol de tronco robusto repleto de ramas. El ojito derecho de los profesores, sus padres pueden estar orgullosos de un hijo que nunca les dio un disgusto, lo mismo que sus hermanas, el espejo en el que mirarse cada día y cada noche.
Un buen día, sin más pretensiones que el tránsito pausado por el misterio de la vida, el amor unió dos corazones que ni siquiera la muerte podrá separar. Pedro Jesús y Mari Paz hicieron un tándem perfecto, con la mejor prueba en tres soles convertidos en gotas de agua, promesas de un futuro de esperanza en medio de una cruel realidad. De la noche a la mañana, la luz se tornó en tinieblas hasta dejarnos totalmente a oscuras. Una alimaña mordió su cuerpo de montañero y, sin embargo, en el hospital continuó siendo él, en estado puro, con entereza en el ánimo del amigo, el hijo, el marido y el padre que toda familia desea tener entre las paredes de su casa. No hay más consuelo que la lección de vida que nos acaba de dar. Siempre estarás con nosotros porque prometemos recordarte desde el amanecer hasta el anochecer de los soles y las lunas. En nombre de tus amigos de toda la vida... Te queremos.