Comunión con el entorno natural

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29 abr 2020 / 16:29 H.
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Mientras la bolsa se ha ido progresivamente desnaturalizando, convirtiéndose en objeto de pura especulación, envenenando el aire que respiramos —capitalismo virulento—por los cuatro costados, en Puente Honda, aldea de Benatae, Sierra de Segura, la naturaleza se renaturaliza día a día gracias a personas como Ángel Munera, que intentan vivir en equilibro a pesar de la instigación señoritinga y desalmada.

En Puente Honda, hacia donde nos hemos dejado caer desde La Hueta culebreando al son del río Morles,‒ solo están empadronados él y su mujer, Montse. Quizás también Luis, otro vecino, pero vive en Benatae, y Antonio, ya jubilado, vive en Siles, tiene casa aquí, pero está siempre yendo y viniendo. “Esta zona está falta de vida”, dice Ángel. “Está muy abandonada. La mayoría de los vecinos emigró a Cataluña en diferentes oleadas. En verano viene más gente, pero de vacaciones. Yo pasé mucho tiempo en Cataluña trabajando en la hostelería, pero lo dejé porque echaba de menos mi tierra y quería vivir en Puente Honda. Tenemos huertos, unos pocos animales, a eso nos dedicamos, aquí no hay industria. Poco a poco vamos haciendo cosas. Ahora estamos al habla con el Ayuntamiento para solucionar el tema del agua, que aunque la tenemos en las casas, no está tratada. Nosotros ponemos la mano de obra y arreglamos las zanjas, las carreteras, lo básico, para que no ocurra lo mismo que en Puente Honda de Abajo, que es un cementerio, está todo hundido. Se trata de que esto no se pierda, porque aquí hay una riqueza impresionante, pero hay que saber valorarla”, cuenta.

“Yo he vivido fuera, conozco la vida en la gran ciudad, mucho estrés para mantener un estilo de vida banal, hasta que me di cuenta de que aquello no era la vida. A nosotros nos gusta el campo, las plantas, los animales. Parece mentira, pero aquí es muy difícil tener animales. Aquí mismo, en la aldea, tener tu gallinero, tus perros, tu caballo es complicado, no por el trabajo que dan, sino porque la sociedad, incluso en una aldea como esta, el tema de los animales no lo lleva bien”. “¿Y eso?”, preguntamos sorprendidos. “Todo molesta: el canto del gallo, el ladrido de los perros, la pisada de una yegua”. “Pero será que molesta a la gente que viene de vacaciones, ¿no?”, decimos. “Bueno”, contesta Ángel, “es lo que yo llamo gente especial, que te persigue. Un gallinero que teníamos de toda la vida hemos tenido que llevárnoslo a otra parte en dos ocasiones y comprar un terreno más alejado (que no tenía yo por qué gastarme ese dinero) porque a la gente le molestaba”. “Pero”, insistimos, “le molesta a la gente que viene de vacaciones, ¿no?” “A esta sociedad”, contesta sin dar nombres. “Es que llega el guarda un día y te dice “este gallinero no puedes tenerlo aquí’” Pero, ¿cómo que no, si lleva aquí toda la vida? Fíjate, han llegado a envenenarnos hasta quince perros, porque nosotros, si nos avisan de que hay alguno abandonado, lo recogemos y le damos un sitio bien saneado, tenemos a todos los animales registrados legalmente, los curamos, los alimentamos. Y ha llegado el que sea y ha soltado veneno dentro de la perrera. ¡Una barbaridad! Y no es por molestia, porque las perreras están lejos, los ladridos no se oyen desde aquí.” “¿Entonces?”, preguntamos. “No sé. Yo, la verdad, no lo entiendo”, concluye.

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