Todo tiene un final

09 dic 2019 / 11:37 H.

En el momento de la fotografía que acompaña a esta crónica, era consejero de Industria, Comercio y Turismo de la Junta de Andalucía con Manuel Chaves como presidente. Su carrera política estaba en plena efervescencia y, aunque ya entonces era un “terremoto” para los jiennenses, el resto de andaluces empezaban a notar la réplica de sus acciones en las otras provincias andaluzas. Gaspar Zarrías Arévalo (Madrid, 1955) fue considerado siempre el hilo conductor de todo lo que se cocía en Andalucía, oficialmente en segunda línea, extraoficialmente en la primera. Quienes lo conocen saben que no se movía un papel sin que pasara por sus manos. Al que fue líder de los socialistas jiennenses, incluso en la sombra, le salió caro barrer para casa en los órganos por los que pasó, no precisamente de puntillas, porque fue quizás esa ayuda desmedida, fuera de todo control, la que hizo que la justicia intercediera para acabar con su doctorado político por la puerta de atrás.

Tan grandes fueron sus tentáculos que todas las miradas se centraban en él cuando la situación incomodaba a quienes dirigieron, durante más de treinta años, la Administración andaluza. “Eso pregúntaselo a Zarrías”, decía repetidamente Manuel Chaves cuando no le interesaba que la hazaña fuera con él. El cazalillero disfrutaba con vehicular los problemas, en honor de ese apodo que le otorgó José María Ruiz Mateos: “El virrey andaluz”. Siempre presumió de controlar las situaciones que se daban en el seno de la Junta de Andalucía y, aunque ahora no interese airear tanto conocimiento, lo cierto es que dominaba la escena como el actor estrella que fue. Nada de lo que ocurría en Jaén le era ajeno. Ni siquiera cuando, en 2009, se instaló en Madrid como secretario de Estado de la Vicepresidencia Tercera que José Luis Rodríguez Zapatero otorgó al expresidente andaluz. No había viernes sin Gaspar. La visita a su tierra era cita ineludible. No hacía falta agenda. Los periodistas sabían que los prolegómenos del fin de semana estaban reservados para él.

Sus comienzos políticos fueron los de un simple concejal en Cazalilla, aunque pronto despuntó en una carrera de fondo en la que fue de todo, como en botica. Consejero de Presidencia en el final de la etapa de José Rodríguez de la Borbolla, aquella en la que se enfrentó a los “guerristas”, regresó al Gobierno de Manuel Chaves en 1995 y ya no se fue hasta que el presidente se marchó a Madrid. Ambos formaron un dúo inseparable. Bautizados por Alfonso Perales como los “Pink Floyd”, compartieron sillón en el Consejo de Gobierno y, más tarde, en el banquillo de los acusados. No corrían buenos tiempos para la lírica en un contexto en el que estalló el caso de las ayudas de los Expedientes de Regulación de Empleo (ERE). Ahí empezó la crónica de una muerte anunciada en la que el jiennense cayó en una especie de efecto dominó en la que él se convirtió en pieza doble. La palabra “corrupción” le acompaña desde entonces, incluso antes de recibir una sentencia judicial que lo libra de la cárcel por malversación, que lo inhabilita durante nueve años por prevaricación y que marca un antes y un después en una trayectoria meteórica en la que ya está todo hecho.

Una pieza separada reabre una herida abierta en cráter por culpa de unas ayudas que recibió la extinta empresa Cárnicas Molina, otro capítulo por escribir que simula el cuento de nunca acabar. De regreso a su profesión de abogado, fuera ya de las siglas en las que se estrenó con 17 años y que abandonó con 61, se mantiene en silencio, alejado de los micrófonos y centrado en luchar contra una acción judicial que no cesa. El caso es que, si antes daba “caché” ser amigo de Gaspar, ahora todo lo contrario. Esa es la realidad.