El alcalde del pueblo

02 sep 2019 / 21:28 H.

No le iban bien las cosas a la entonces Alianza Popular en el Ayuntamiento de Jaén y ya no sabían sus dirigentes qué ingeniar para arrebatar la Alcaldía al Partido Socialista. Faltos de perfiles aptos solo para ganar en las urnas, hubo alguien que tiró de agenda y, como un rayo de luz, encontró su nombre: Alfonso Sánchez Herrera. Fue Gabino Puche Rodríguez-Acosta, entonces presidente provincial, quien consiguió convencerlo, no sin esfuerzo, para que fichara por la fuerza conservadora hasta meterlo en la “verea” municipal. Aceptó encabezar la candidatura en las elecciones de 1987 solo por amor a Jaén.

Ni que decir tiene que el líder del principal partido de la oposición captó a la primera las posibilidades electorales del propietario de una gestoría capaz de llevarse bien con todo el mundo en una ciudad poco dada a la amistad. Dos años después del primer envite en las urnas, el grupo municipal del Centro Democrático y Social decidió aliarse con los populares y, en 1989, una moción de censura lo catapultó como el alcalde de Jaén, un nombramiento que se hizo eterno por cuestiones que sí vienen al caso. El segundo asalto en las urnas fue amargo. Ganó, pero el resultado le llevó al desierto en travesía, porque el ajustado número de votos hizo que un matrimonio de conveniencia de la izquierda lo apartara del bastón de mando. José María de la Torre, la antítesis de Alfonso Sánchez Herrera en cuanto a carácter se refiere, se convirtió en su sucesor.

Fueron años en los que cogió carrerilla, tomó el pulso a la oposición y, con fuerza, atacó a un partido con serios problemas en el ámbito nacional por culpa de la corrupción. A la tercera fue la vencida. En 1995 fue el alcalde más votado en los cuarenta años de democracia, cumplidos, por cierto, el mismo año de su muerte. Consiguió quince escaños gracias a una campaña en la que no dejó escapar un chiste, aunque lo excomulgaran. Y eso que tenía en alta estima la religión. Aunque le cayera la de Dios, siempre tuvo la broma al dente, un rasgo que lo llevó hasta el pedestal más alto de la política: el amor de todo el pueblo. Escrita está aquella anécdota en la que, en un paseo electoral con Javier Arenas y Gabino Puche, una mujer se acercó para pedir bendición para don Javier y don Gabino, a lo que él replicó: “Eso es, y a los demás que nos den por saco”. Con el entonces presidente regional ganó una partida de dominó en un mano a mano con un par de vecinos de una residencia de mayores. “Hemos ganado una partida y perdido dos votos”, llegó a decir. Ironías aparte, quienes compartieron con él horas y horas de trabajo aseguran que, en su última etapa en la Alcaldía, convirtió sus defectos en virtudes, logró que ganara el talante al talento y se hizo más populista que popular. Su habilidad para el chascarrillo le permitió salir de atolladeros dialécticos en los que no necesitaba a nadie para meterse. Habitual de bares y tascas, amigo de la calle y enemigo del despacho, se ganó a pulso el apodo de “El perejil”.

No fue un camino de rosas su vida política. Hubo detractores hacia su gestión, y sus disgustos se llevó con concejales de su propio equipo y, en cierto modo, también por pertenecer a la misma ideología del Gobierno central en un momento en el que problemas de peso, auspiciados por Madrid, cayeron sobre sus hombros. Fue él quien puso plazo a su gestión al frente del Ayuntamiento, no solo por cuestiones personales, sino también por enfrentamientos con una dirección del partido que erró en sus pretensiones de buscar sustituto. Fue sabio en el adiós a la política y en su caminar por una vida pública en la que se ganó el aplauso de todos, sin distinción de colores. Me quedo con su último WhatsApp: “No me borres de la lista”.