¿Por qué hay tantos enfermos?

    26 nov 2022 / 16:00 H.
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    No hace falta que el otoño se esfuerce mucho para que pronto nos haga recordar las desapacibles incomodidades del frío casi olvidado. El otoño, puerta del invierno, con su invasión de hojas pardas, con su llamarada de repentina oscuridad, está tocando con suavidad a nuestras puertas y, a pesar de su levedad cortés y de que en las latitudes sureñas el frío pierde parte de su fiereza, los cuerpos han tardado poco en recobrar con desagrado las antiguas sensaciones de aterimiento y desamparo; porque la memoria del frío que guardan nuestros cuerpos pesa más que la cercana experiencia de los tórridos días angustiosos del reciente verano; porque, aunque no deseemos aceptarlo, sobre todo, los que procedemos de las regiones donde el calor nos asedia implacable incluso durante la noche, en el fondo sabemos que el frío es aún más macabro e inhóspito y, por supuesto, cuando de cosechar muerte se trata, mucho más rápido a la hora de perpetrar sus ejecuciones. Hago esta reflexión un día cualquiera de mediados de noviembre, protegido dentro de una casa bien calefactada que no concede muchas opciones al enemigo helado, al que percibo firmemente afianzado a las paredes exteriores en su incansable deseo de filtrarse por alguna de sus rendijas y, de manera casi involuntaria, mi imaginación me traslada a esas inmensas llanuras ucranianas azotadas por turbias ventiscas de escarcha y nieve, unas llanuras que sirven a los vendavales esteparios de corredores por donde deslizarse y tomar más impulso para ir a estrellarse contra las paredes de las casas y edificios de aquellas ciudades, donde se cobijan ancianos, mujeres y niños, indefensos ante la brutal y cotidiana agresión del frío porque un personaje maligno y acorralado en su laberinto ha decidido utilizar esa arma cobarde contra los familiares de los soldados que luchan en el frente, destruyendo también con cobardes misiles las infraestructuras eléctricas civiles. Una venganza que será en vano, porque sus padres, esposas e hijos les contarán en sus cartas o whatsapps que se encuentran bien, que se van apañando y que se cuiden mucho, ellos, que son los combatientes, los que verdaderamente se hallan en peligro, allá en las trincheras embarradas infestadas de parásitos y de mugre. En todas las guerras existe una heroicidad de base, la de la población civil, que alimenta a la de sus soldados y que probablemente sea la que decante el resultado final de cualquier contienda. Como todos sabemos, con los inicios del otoño, Ucrania se prepara para encarar los peligros de otro temido enemigo: el general invierno, al que Putin pretende poner de su lado cortando el suministro de las calefacciones hogareñas para que el silencioso asesino vaya perpetrando su genocidio blanco. Porque aquel otoño no es como el nuestro; aquel otoño vale ya, por lo menos, dos veces nuestro invierno; y esto no ha hecho más que empezar, y queda aún todo lo peor, y es muy difícil encontrar la palabra piedad en su Libro de Reclamaciones. Mientras tanto, nosotros, los europeos que participamos en la guerra por televisión con un café caliente entre las manos, urgidos por la carestía y las necesidades cotidianas, hacemos cuentas sobre nuestro consumo eléctrico e, inevitablemente, alejados de aquel abuso y de aquel sufrimiento, anhelamos la finalización del conflicto y la pronta restauración de la normalidad porque, aunque no lo creamos, Putin está jugando con nuestras conciencias y juega también a desesperarnos y a ponernos frente a nuestras mezquindades. Por esto, estamos necesitados de líderes que nos expliquen que nuestra participación pasiva, nuestra resistencia, es igualmente trascendental para el curso de esta guerra donde se están defendiendo los ideales más grandes hasta ahora logrados por la Humanidad, una guerra donde unos ponen las vidas y otros ponemos las armas y las mantas. Tras ocho meses de duros combates, estamos ganando esta guerra; es más, con independencia de su resultado final, esta guerra ya se ha ganado. Pero se aproxima el invierno gélido con su promesa de frío y precariedad, y necesitamos líderes que nos hablen de la grandeza de no ceder ante la maldad, como hacen los hermanos ucranianos.

    Según leo en los medios de comunicación, muchas personas acuden a los psicólogos, siquiatras. ¿Qué está pasando? La persona humana fue creada por Dios a su imagen y semejanza, es decir, religioso, espiritual. El actual régimen político que tenemos en España, que se llevó a cabo con la colaboración inestimable del clero progresista de
    la Iglesia católica, la conspiración que se venía tramando
    para destruir a España como nación católica, se llevó a cabo, a Dios ni tan siquiera se le nombra, España pasó de ser una sociedad católica a una sociedad pagana. Esto ha tenido unas consecuencias funestas, trágicas, muchos jóvenes sobre todo sufren una gravísima crisis existencial, y al no encontrar eso espiritual que necesitan, pues esta Iglesia solo habla de los pobres, no se ve lo divino, lo sagrado, los jóvenes no asisten a los templos y el gobierno lo que propaga es una corrupción total, una lucha declarada contra Dios. Hay muchos suicidios, claro, de eso no se habla para no alarmar a la sociedad. Hay que anular, destruir este estado pagano y volver la Iglesia a recuperar su carácter divino, sin lo cual no hay remedio.

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