Presionar sobre los millonarios
Los políticos, incluso los más liberales, se lamentan amargamente ante la declaración de inconstitucionalidad del impuesto de la plusvalía municipal; a la vez, muchos humildes ciudadanos respiran aliviados por la noticia y se alegran al contemplar cómo la máquina recaudatoria del Estado deja de acosar su magra economía, aunque sea de manera transitoria en tanto que inventan otro impuesto sustitutivo. Algo falla, pues, en esta percepción tan dispar entre los que mandan y los mandados, entre los que imponen y gestionan impuestos y los que los sufren y pagan; en verdad, todos conocíamos que era un fallo clamoroso desde el crack del 2008 y el derrumbe de precios de la vivienda, cuando estas empezaron a producir minusvalías —pérdidas— en vez de plusvalías —ganancias—, pero este impuesto se mantenía incólume por la fuerza de los hechos y por la complicidad de todas las administraciones y poderes del Estado que, desvergonzadamente, convenían al unísono que al pobre ciudadano se le revalorizaba la vivienda “sí o sí”, desde que la compraba, y que por tanto debía pagar “sí o sí” ese incremento de valor. No era un impuesto; era un robo legal, una confiscación, una canallada de nuestros políticos que ha durado la friolera de 13 años y que ha tenido efectos perniciosos en el mercado de la vivienda al gravarla, encarecerla y, en último término, desincentivarla. Lo que ha sucedido con la Plusvalía municipal desde que la instaurara el Sr. Aznar —otro “liberal”— en el 2004, nos señala con claridad, ahora que el Gobierno socialista ha lanzado una recia batería impositiva para los próximos años (autovías, IBI, hidrocarburos, sociedades, IRPF,...), cuál es la inercia de todo impuesto cuando se crea: quedarse. Es decir, todo nuevo impuesto inventado por nuestros gobernantes termina consolidándose como tal para lo sucesivo sin tener en cuenta si la causa que lo justificó se ha extinguido, como ha sucedido con la Plusvalía, y sin tener en cuenta por supuesto los perjuicios de esa sobrecarga fiscal para el ciudadano. Intenten recordar algún impuesto que se haya extinguido; en todo caso, nuestros políticos podrán haberlo bajado o subido, normalmente esto último, pero es difícil encontrar un ejemplo de desaparición. Nuestros políticos, como malos padres de familia, no saben decir que no y así el gasto de la familia nacional se implementa sin freno alguno, asfixiando las iniciativas individuales y encorsetando la actividad económica. Todo nuevo impuesto supone una mala noticia para el mercado libre pero también para cualquier propietario, cualquiera que sea su propiedad, pues se dirige directamente contra ella, gravándola y dificultando su sostenibilidad. Por esto, es preciso ser muy cuidadoso a la hora de confeccionar nuevas figuras impositivas porque, como pecados de mala conciencia, quedan ahí adheridos, atormentándonos para siempre. Ni siquiera en casos flagrantes como la Plusvalía, donde queda bien retratada la demoledora inseguridad jurídica que persigue a todo español, autentico mal endémico que corrompe nuestro sistema, este impuesto desaparece para no volver, lo cual sería dar cumplimiento efectivo a la sentencia del Tribunal Constitucional; como sabemos, ya el Ministerio de Hacienda está preparando una nueva figura sustitutiva que, vistas las tendencias actuales, probablemente grave con mayor ferocidad las viviendas. Nadie se atreve a parar ni el gasto, ni la impunidad recaudatoria: el mismo alto tribunal que ha endosado este severo varapalo a esa práctica impune, se convierte en su cómplice al haber anunciado ya que, por algún tipo de artimaña legal que él mismo articulará, los ciudadanos no podrán reclamar la devolución de las cantidades cobradas —también vale, robadas— por las administraciones locales durante los últimos cuatro años, como al menos correspondería según la práctica habitual que estas establecen con nosotros. Pongamos el ejemplo contrario: digámosle a Hacienda que, por problemas de financiación personal, no vamos a poder pagar las cantidades que le debemos de los últimos cuatro años; por supuesto, todos sabemos que gozaremos de su mayor comprensión y que, aplicando a nuestro favor la misma doctrina que el Tribunal Constitucional ha elaborado para beneficio de las administraciones, nuestras deudas serán condonadas inmediatamente.
Para no superar el calentamiento de 1,5 grados en 2030, en el acuerdo internacional de París, no hay otra, a pesar de los esfuerzos que por esa meta mínima por la supervivencia que hagan los demás, que los más ricos, es decir, aproximadamente el 1% del planeta, reduzcan en un 97% sus emisiones actuales de carbono, lo que es impensable sin una enérgica actuación de los Gobiernos de los diferentes países. De ahí que sea del todo necesario —aparte de sus propio ahorro energético— que el 99% de la humanidad impulse las medidas de los Gobiernos para frenar hasta ese punto la acción ecocida y genocida a escala mundial de tantos de entre ellos que son irresponsables. Baste recordar, con el presentador en el COP26 de ese informe, Jacobo Ocharán, que “las emisiones que produce el vuelo de un milmillonario al espacio superan las que pueden generar los mil millones de personas más pobres del planeta a lo largo de toda su vida”.