Lo importante
Frente a esta atmósfera de contiendas y tensiones, que están generando una escalada de crisis muy grande por todo el planeta, es de gran importancia activar el corazón, al menos para poder enmendarse uno hasta consigo mismo y poder entrar en relación. Ciertamente, el ruido ensordecedor de las controversias nos deja sin alma, totalmente desprotegidos entre sí, con un modelo de vida egoísta a más no poder, basado en el individualismo y no en el compartir solidario. Ante esta plaga, tan cruel como mortecina, todos tenemos el deber de cooperar y colaborar en la reconstrucción de un mundo pacífico, partiendo de nuestro propio vínculo hogareño, que es donde se debe iniciar el diálogo intergeneracional en medio de las dificultades. Me gustaría, además, que la inversión en la educación estuviera centrada en el afecto y en la alianza entre el ser humano y su hábitat, acompañada por un compromiso más consistente, orientado a promover el culto a la cultura de unidad y unión; de familia, en definitiva. Por ello, a los gobernantes y a cuantos tienen responsabilidades políticas, sociales o religiosas, les diría que, en vez de generar climas de discordia, debieran unir ideas y esfuerzos para crear las condiciones y forjar remedios, para que todo ciudadano en edad de trabajar tenga la oportunidad de contribuir con su propio trabajo, tanto a la mejora social como a su realización personal. Sólo así, podremos conseguir que sean cada vez más numerosos quienes, con tesón y humildad, se conviertan cada día en cultivadores de la concordia. Hacer familia es humanizarse, en pro de la paz, la seguridad y el desarrollo. En este sentido, subrayo la poética del abrazo como lenguaje, la política de neutralidad como abecedario para forjar relaciones fraternas entre los países del mundo, bajo el referente de la diplomacia preventiva; un desempeño esencial de las Naciones Unidas, que ocupa un lugar destacado entre sus funciones. Indudablemente, a poco que nos adentremos en nuestra viviente realidad más próxima, dolorosamente constataremos, que está cobrando un cruel impulso el rechazo y la confrontación, a la que hay que sumarle la indiferencia más absurda. No acertamos a estimarnos, porque la conciliación y la violencia no pueden habitar juntas; sólo el servir y no el servirse, es lo único que da satisfacción. En este tiempo, en el que la barca de la humanidad, avanza hundida, es preciso repensar el modo y la manera de navegar hacia otros oleajes más tranquilos y serenos. Alejemos, luego, este proceder de desviar la mirada. Sin duda, no cedamos a la incitación de olvidarnos de los demás, preocupémonos los unos de los otros. Hoy más que nunca, necesitamos sanación para adquirir fortaleza comunitaria, orientación adecuada y horizonte de justicia, porque hasta la naturaleza ha producido un derecho común para todos, pero la voracidad inhumana lo ha convertido en un sustento apropiado para unos pocos. Por desgracia, nos ahogan las desigualdades sociales y nos acosan los intereses egoístas de lo mundano, lo que nos impide vivir en confianza y en respeto mutuo.
La luz que entra por la ventana de mi habitación, cuando el sol brilla intensamente, es muy luminosa e intensa. Llega como un resplandor de entendimiento e invita a percibir esa energía radiante que impregna todo mi ser. Es la luz que ilumina al final del túnel, esa persona que transmite sensaciones vibrantes que hacen estremecer. Es esperanza y alegría; es también sabiduría y comprensión. La percibo como un rayo que me ilumina y me guía por senderos insospechados de mi razón. Sin embargo, la luz lejana que se percibe desde el horizonte es una luz apagada. Es una luz que no entra en nuestro corazón, porque se va apagando poco a poco antes de llegar a nuestro corazón.
Estamos esperando el nacimiento del Mesías, del Salvador, el que tenía que venir al mundo para librar al hombre de su pecado. Con este Mesías cambió radicalmente la existencia humana, el hombre experimentó su liberación y el mundo se hizo más humano, más fraterno. Llevamos más de dos mil años en los cuales millones y millones de personas, ricos y pobres, ignorantes y sabios, reyes o plebeyos, han considerado a este Mesías, Cristo Jesús, como a su Dios y Salvador y muchos han dado su vida y han sido mártires, por mantener esa fe. No esperemos que los políticos mejoren el mundo a no ser que crean en la Divinidad de Cristo Jesús y vivan de acuerdo con sus valores, que no son sólo para este mundo, “Mi Reino no es de este mundo”. Y este Dios no es un Dios lejano, está presente en la divina eucaristía y sigue esperando paciente que acudamos a él para darnos su paz y transformar nuestra vida. No podemos alterar esta situación: primero es Dios y luego el hombre. No es una fábula, soy un anciano de 89 años, y esa fe cambió radicalmente mi vida, pero insisto, si no ponemos a Dios en primer lugar, todo lo demás es vano e inútil.