Escándalo
Un abuelo es alguien con plata en su cabello y oro en su corazón. Apoyados en las muletas literarias, ideológicas, y llenas de sentimientos y de vida del Papa Francisco quiero hacer referencia: a la ancianidad, a la vejez, a los abuelos; pues es mucho lo que ellos tienen por aportar a la sociedad. La ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de comprender, tampoco para nosotros que ya la estamos viviendo. A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa. Las sociedades más desarrolladas invierten mucho en esta edad de la vida, pero no nos ayudan a interpretarla; ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia. Por eso es difícil mirar al futuro y vislumbrar un horizonte hacia el cual dirigirse. Parece que no nos quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener ya “frutos para dar”. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: “No me rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas”. Por ello, debemos aprender a llevar una ancianidad activa también desde el punto de vista espiritual, cultivando nuestra vida interior por medio de la lectura asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la participación en la liturgia. Y, junto a la relación con Dios, las relaciones con los demás, sobre todo con la familia, los hijos y los nietos, a los que podemos ofrecer nuestro afecto lleno de atenciones; pero también con las personas pobres y afligidas, a las que podemos acercarnos con la ayuda concreta y con la oración. Todo esto nos ayudará a no sentirnos meros espectadores en el teatro del mundo, a no limitarnos a “balconear”, a mirar desde la ventana. Afinando, en cambio, nuestros sentidos seremos como “verdes olivos en la casa de Dios”, y podremos ser una bendición para quienes viven a nuestro lado. La ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando los remos en la barca, sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro. La sensibilidad especial de la edad anciana por: las atenciones, los pensamientos y los afectos, que nos hacen más humanos, debería volver a ser una vocación para muchos. Y sera una elección de amor de los ancianos hacia las nuevas generaciones. Es nuestro aporte a la revolución de la ternura, una revolución espiritual y pacífica a la que los animo a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a ser protagonistas. El mundo vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad. Hemos afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra actitud tal vez pueda ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los agresivos, ni los prevaricadores, los que heredaráen la tierra. Uno de los frutos que estamos llamados a dar es el de proteger el mundo. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos; pero hoy es el tiempo de tener sobre nuestras rodillas, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que quizás huyen de la guerra o sufren por su causa. Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José— a los pequeños: de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur, de Burundi, de Yemen.
Los escándalos políticos ni siquiera mueven ya a ese puñado de orquestados por organizaciones interesadas pagadas con favores o con promesas; o en casos especiales por la CIA de aquí o allá, mientras que la gente normal, o mejor dicho, la gente común, soporta con resignación lo inevitable, y lo que es peor, sin esperanza. Si quedaba alguna, los escándalos religiosos la han convertido en esperanza agnóstica. Es decir: nada. Si Ortega y Gasset levantara la cabeza, se sorprendería al comprobar cómo ha desaparecido el poder de las masas. ¿Por qué?, porque ya no se promocionan los ideales que les dieron valor. Los principios morales ya no se enseñan ni se aprenden, cuanto menos las gestas altruistas. El interés de los que ostentan poder, grandes y pequeños, ha dominado la voluntad popular con el miedo a perder eso mismo: su propio y minúsculo interés personal. Los altos valores morales han sido relegados a los intereses de los poderes de este mundo, a la promoción personal y al pelotazo. Cualquier político que haya comenzado su carrera de buena fe sabe perfectamente dónde acabará. Lo mismo puede sucederle al que se prepara para clérigo en la cristiandad. En el mundo musulmán absorben ambos papeles. En nuestro mundo, la religión profesionalizada no solo tiene que andar pidiendo perdón por escándalos innombrables, es además escandalosamente rica, y está escandalosamente concordatada con el poder político, al que ha apoyado y sigue apoyando en sus guerras; aunque la verdad es que ya es menos necesaria su influencia en las masas, y eso va a facilitar que la bestia política mundial decida desvincularse de su vieja amante, a la que ya no necesita, y no solo le retire todo apoyo, aliviando así la carga ante la crisis que se avecina, sino que derive sus posesiones al Estado. Puesto que “cualquiera que quiere ser amigo del mundo se está haciendo enemigo de Dios” (Santiago 4:4).