Canto a la familia

    17 sep 2019 / 08:42 H.

    Me encantaría no tener que escribir este texto, pero no quiero que en la historia se nos mencione como personas que “pasamos”, que mientras no nos afecte, nos da igual; a mí como a tantos otros, que guardan silencio por comodidad, temor o desconocimiento, no nos da igual ver que se practican actividades como es el caso del maltrato animal, qué difiere y potencia por analogía el desarrollo de la agresividad en el ser humano. Esto no nos lleva más que a preguntarnos: ¿Favorecen este tipo de actos el enriquecimiento cultural?, para responder con propiedad, creo que lo más adecuado es tomar experiencia y tratar con ambos colectivos, y he tenido ocasión de hacerlo, con la convivencia, desde la empatía y respeto. El tema en simbiosis se circunscribe a un concepto: El dolor. Puedo hablar de primera mano de que soy conocedor de este por cuestiones personales; asimismo, he tenido relación directa y causal en los ambientes descritos, y por evidencia del avance de la humanidad, las personas ya no necesitan dominar a las “bestias”, ya hace tiempo pasamos esa etapa. Si no queremos convertirnos en seres que poco difieren entre un acto deshumanizador a una actividad saludable, debemos potenciar aquellas expresiones que no hieran sensibilidades, que no pongan en peligro asimismo a las personas, pues en un encierro, por ejemplo, o corrida de toros, se está poniendo en peligro la vida de las personas. Pero esto está regulado, como excepciones, dentro de la ley de maltrato animal; creo demagogias sobran, en un mundo donde empezamos a tener serios problemas de valores, desequilibrios demográficos y de derechos más que serios y la ética se perdió hace tiempo, dado el capitalismo feroz impera y esta esquilmando los recursos naturales, a modo que ya somos conocedores del daño causado, pero aún estamos a tiempo de rectificar, y si es tarde, para los soñadores de un mundo mejor y más próspero, siempre quedará el que lo hemos intentado y no éramos impasibles ante lo evidente. Gracias por su atención.

    En la convención demócrata de California EE UU, celebrada a principios del pasado junio, Pete Buttigieg fue uno de los candidatos más aclamados por los delegados. El alcalde de South Bend (Indiana), casado con un hombre, es visto como un símbolo del avance de los derechos LGTB. No pueden estar tan satisfechas las familias que reclaman libertad para enseñar a sus hijos que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer, como recordó una madre a Buttigieg. Poco después de presentar su candidatura a las primarias demócratas, hace ya unas semanas, Buttigieg se quejó en un tuit de quienes no apoyan su concepto de familia con medidas legislativas: “A menudo, la gente será amable con usted en persona, mientras promueve políticas que le perjudican a usted o a su familia. A su vez, usted será cortés con ellos, pero no tiene por qué soportar esos ataques. Puede defenderse con honestidad y firmeza. De eso va el espacio público”. Ana Samuel, casada y madre de seis hijos, doctora en filosofía política por la Universidad de Notre Dame, recoge el guante y responde en Public Discourse que no son las parejas homosexuales las que hoy están bajo presión en Estados Unidos; “Soy una madre hispana que trato con muchas otras hispanas con valores familiares tradicionales. Nosotras también nos encontramos a diario con personas que son ‘amables en persona’ con nosotras, pero que promueven y llevan a la práctica políticas que asaltan nuestros valores”. Y menciona varios ejemplos de adoctrinamiento sexual: escuelas públicas en las que se pretende “normalizar el estilo de vida LGTB”; pediatras que presionan a sus hijas menores de edad para que tomen anticonceptivos orales; clases de educación sexual en las que el mensaje central es “exprésate, no te reprimas”; bibliotecas públicas con propaganda y símbolos LGTB; actividades escolares que promocionan el cambio de sexo.

    Cuando se pregunta qué es lo más se quiere y valora, la mayoría respondemos, sin titubeos: mi familia. Los vínculos que genera son los más fuertes e íntimos. Es nuestra cuna y la primera escuela, la que más hondo siembra. En ella nos criamos y es nuestro apoyo. Inyecta seguridad psicológica, favorecedora de la salud mental. Es fuente de felicidad y una fuerza que nos impulsa a vivir. Aún en las menos perfectas, sus miembros se sienten protegidos y amados, y la ofensa más dolorosa que puedan recibir es el intento ajeno de desprestigiarla. Merece la pena que el hombre y la mujer que deciden formar una familia se propongan la armonía, la comprensión, la permanencia en el amor, y fijen unos objetivos esenciales de educación de los hijos. En un hogar en donde reina la fidelidad y el respeto, brota la paz y todos, padres e hijos, gozan de un sentimiento firme de seguridad que lleva a afrontar, sin desgarros interiores, las crisis laborales y sociales que puedan presentarse. La familia es un don de Dios, y gran acierto es cuidarla y grave error minusvalorarla. Tanto atrae, que, para destruirla, sus enemigos buscan denominar lo mismo a otras formas de convivencia; pero no convencen. El Papa Magno San Juan Pablo II decía: “La familia es base de la sociedad y el lugar donde las personas aprenden por vez primera los valores que les guían durante toda su vida. Es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene”.