Tiene que llover a cántaros
Cuando asomo en las urbes, incomodo a mucha gente y me increpan con ardor; se han distanciado de la naturaleza, no me conocen. Mi paso engendra vida y crea belleza: limpio el aire de contaminación
y patógenos, la tierra resplandece, el campo despliega su paleta de bellos tonos y los colores afloran con
crudeza en todo su esplendor dejando un embriagador, suave y delicioso olor a tierra mojada, típico de cuando todo está seco. Mi cortina húmeda cae besando
la polvorienta tierra, penetrando cada poro y profundizando en sus oscuros surcos hasta cicatrizar las
abiertas heridas de muerte que ocasiona la sed en la campiña o en cualquier parte del campo, porque ya está todo sediento, no hay diferencias entre las
partes. En todo el proceso me acompaña un relajante repiqueteo al caer sobre prados, hojas, tejados... Soy fecunda y, cuando soy devastadora es, en la mayoría de las ocasiones, a causa de la emergencia climática que ha desencadenado el ser humano a lo largo de los años. Así que la próxima vez que me vea, sienta o huela, alégrese; porque, aunque no puedo llover a gusto de todos, sí que, con seguridad, a todos beneficiará mi presencia.