Los fuera de la ley

    14 sep 2020 / 16:32 H.
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    España está inmersa en la tercera crisis; mejor sería decir, en la tercera “gran crisis” de los últimos doce años: 2008, crisis económico-financiera; 2017, crisis territorial en Cataluña; 2020, crisis sanitario-vírica. De las crisis se puede salir mejor o peor, pero siempre se sale mal y, sobre todo, se sale como se puede. Así, aunque España está viva, también está agotada y no hay que ser ningún lince para saber o intuir que las necesidades —y los necesitados— han aumentado a la vez que las capacidades para subvenirlas han disminuido, por una regla simple, que pocos ciudadanos de los países ricos están dispuestos a aceptar: las necesidades suelen ser infinitas o, si se quiere, inmensas, mientras que los recursos indefectiblemente son finitos y, no pocas veces, escasos. Con todo, no deja de ser meritorio que, con lo que viene cayendo, en las calles de España se detecte una cierta normalidad y no hayan aparecido fenómenos de crispación social propios de la desesperación. Esto puntúa a favor del gobierno, pero no es suficiente, puesto que todos estamos en una calma tensa sin saber muy bien qué nos deparará el día siguiente y nuestro sentido de la seguridad ha variado respecto al que teníamos no hace mucho tiempo atrás. Por eso, aparte de gestionar el escabroso día a día de la crisis sanitaria, que no es poco, al gobierno le corresponde el papel, quizá más importante, de configurarnos un escenario de confianza donde se asiente esa seguridad; buen ejemplo de ello pudo ser el anuncio en su día de la solidaridad europea en forma de ayudas económicas. Pero no solo el gobierno ha de estar comprometido en esta labor; en realidad, esto es algo que debería incumbir a toda formación parlamentaria y a todo político consciente del mucho sufrimiento acumulado durante estos doce años. La aprobación de los nuevos Presupuestos Generales del Estado, urgidos por la doble necesidad de, por un lado, salir del impasse obsolescente de los anticuados presupuestos de Montoro y, por otro, de proyectar a nuestros socios europeos un sólido mensaje de credibilidad, ofrecen otra oportunidad de ahondar en ese escenario de confianza. Sin embargo, el PP prefiere quedar al margen de este cometido despachando con prontitud, en la última reunión mantenida entre Sánchez y Casado con vistas a esos Presupuestos, inconcreciones del PSOE e incompatibilidades con Unidas Podemos. No parece el mejor posicionamiento para los tiempos que corren y menos para un partido que, habiendo gestionado las anteriores grandes crisis españolas (2008 y 2017), conoció de la soledad del poder y sus dificultades y, al final, salió de ellas... como pudo.

    La gratuidad y gravedad del ataque racista de tres jóvenes de 17 años en el metro de Madrid pone una vez más al desnudo un problema aún mucho mayor. La multiplicación de ataques por pequeños grupos de menores de 18 años, a veces del mismo curso, por motivos políticos, deportivos, económicos o raciales, al amparo de su impunidad hasta los 18 años. Son jóvenes imbuidos de ideas extremas en estos campos, que no han tenido aún tiempo de contrastar y que además están dotados, al consumir más alimentos, de una mayor fuerza física. También esa pésima experiencia llevará a algunos a continuar, de una u otra manera, sus abusos en pandilla después de los 18 años. Es evidente que una persona tiene responsabilidad desde que tiene uso de razón, aumentando ambas a la par. Incluso un cardenal español proponía hacer poco bajar la edad de la razón a los 5 años. Sea la que sea su edad, no cabe duda que los niños y jóvenes, cada vez menos “menores”, deberían ir respondiendo crecientemente por sus actos, hasta alcanzar los 18 años o quizá algunos menos en que su edad sirva de atenuante, no eximente, si queremos formar mejor y tener una sociedad en que no reine tanta y tan dañina impunidad.

    Presuntamente el Gobierno de Rajoy, con dinero de todos y sirviéndose del aparato del Estado para beneficio propio, zancadilleaba a la justicia y a la oposición. Este modo “miserable” y depravado de instrumentalizar el poder para perpetuarse a toda costa, destapa una trama de intereses espurios en el Partido Popular. Indiciariamente, a la corrupción y saqueo de las arcas del Estado se suma ahora una mafia orquestada desde la cúpula del PP, para ocultar y destruir pruebas de corrupción que le perjudicaran y para elaborar otras falsas que pusieran en aprietos a la oposición. El hedor es tan nauseabundo que en Génova se platean la mudanza. Y no porque el tufo les incomode, sino porque les desagrada que los hayan pillado. Es lo peor: que los delincuentes sean delincuentes, pase; pero que quien es garante de la ley se dedique a vulnerarla... Perentoriamente debe suspenderse de empleo y sueldo a los funcionarios conocedores de la maquinación hasta que haya sentencia. O se acaba ipso facto con los comportamientos mafiosos, o la mafia acabará con la democracia. Lo acaecido desuela el alma al tiempo que demuele los cimientos del Estado de derecho. Lo sucedido, aunque hoy Casado —en la ejecutiva cuando los hechos acontecían—, como ayer Rajoy, calle, eche balones fuera o se niegue a condenar, es actualidad, no es pasado; porque el pasado, como decía Faulkner, jamás se muere y ni siquiera es pasado.

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