¿Yo soy yo?

    31 jul 2023 / 09:33 H.
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    Si nos dejamos mecer por la cálida brisa del recuerdo, por esa tierna opresión que nos ancla a lo que supimos, entendimos y nos sirvió para crecer, llegamos a la contemplación de lo que nunca sabemos si salió de nuestra neurona vigilante o si, por el contrario, estamos ante una concatenación que nos ha sumido en una realidad circundante, alternativa o no, y a la que apenas podemos circunscribirnos. Ese ¿yo soy yo? del título es una pregunta de un artista giennense prematura y lamentablemente desaparecido cuando la vida empezaba a nutrirse de él y él de ella transmutada en arte. Se trata de Andrés Orihuela, pintor y artista en el sentido renacentista del término. Su interrogante venía adornado con afirmaciones que, hoy en día, no solo tienen la misma o mayor validez, sino que podrían ser en cierto modo, guía y luz. Decía Andrés que la mentira es capaz de vestirse verdad con el toque mágico de una palabra: arte, que brota del simple capricho de la ingenua inocencia convertida en perversa intencionalidad. La idea del artista pasa a ser una “obra” que le seduce a él y a los que la observan y desmenuzan. Es, como afirmaba, la rueda del seductor seducido. Y para ese acto de entrega, de seducción, Andrés Orihuela era capaz de elevar a la enésima potencia artística el más nimio de los objetos, soplos, trozos de realidad o “recortes” de difusa, diversa y desestructurada procedencia. Todo él y todo su espacio era una irredenta expresión -y explosión- plástica que nos dejaba entrever su propia concepción de una sociedad enfrentada a la belleza, pero sin estar constreñida por los cánones habituales.

    Si nos enfrentamos a sus obras nos quedaremos prendidos en su dominio del color como si el uso del cromatismo integrara ese “yo” a que solía referirse envuelto en miedos, pasiones, incertidumbres y sentimientos encontrados. Uno de ellos, “su incomodidad ante la intolerancia” en palabras de José Montané, nos toca lo sensible y, quizá, nos opaca la garganta, recordando que Andrés tomó la decisión de marcharse, de abandonar esa realidad con la que no comulgaba. Lo hizo desde su alma noble, quizá tras una lucha por ser responsablemente coherente con unos principios personales y estéticos a los que siempre abrazó.

    Tenemos su espíritu, su obra, su pálpito en cada una de sus pinturas. Y, volviendo a la glosa que le dedicó Montané, “Andrés Orihuela cuestionó, a su manera, los cauces endémicos de un arte provinciano, heredado de la estética formalista decimonónica, situado de espaldas a la trascendencia del siglo XIX y de buena parte del XX y negado a la heterogeneidad. Ante semejante panorama, fue uno de los jóvenes intérpretes que señalaron a la modernidad, quizá no como fin sino como válvula de escape, provocándonos una difícil reflexión estética.” No podría definirse mejor.

    Hoy, en un repaso calmado al hilo de este estío que nos adormece, vuelvo a recorrer pinceladas de su vida y de su obra. Y, en efecto, me parece estar frente a manifestaciones de una vanguardia que sigue siendo parte de nuestro Arte cercano con mayúscula. Su hermano Cristóbal me lo definía recientemente como “un ser de luz” y a esa apreciación me sumo mientras sé que, en el palco celeste de las almas leales y sinceras, Andrés sigue siendo ese “yo” que siempre buscó. Gracias, Andrés. Gracias, primo.

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