... Y llegó Felipe

29 oct 2022 / 16:00 H.
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En la obra “El Rey”, que se estrenó en 2015 en el Teatro del Barrio de Madrid, escrita e interpretada por Alberto San Juan, una pieza coral, muy crítica con la Transición, en “El Rey”, decíamos, el personaje más oscuro, pese a que sobre las tablas aparecía incluso Franco, era Felipe González, que encarnaba un histriónico Guillermo Toledo, un F.G. burlón y agresivo, que irrumpía en escena hecho un torbellino y se llevaba las manos desafiante a la entrepierna mientras exclamaba frente al público: “¡Soy Felipe, tomad, tomad!”. Le pregunté al actor Luis Bermejo, que interpretaba a Juan Carlos I, el motivo por el que González aparecía con ese perfil decididamente antipático, y me respondió: “Eso pregúntaselo a Willy Toledo, porque el personaje es creación suya”.

El 28 de octubre de 1982, cuando el PSOE ganó aquellas elecciones generales “Por el cambio” con 202 escaños y más de 10 millones de votos, era un tiempo de esperanza. En la calle había miedo, mucho miedo por los continuos atentados terroristas, la inflación estaba disparada, la incertidumbre se colaba por todas las rendijas desde el “sesientencoño” de Tejero, y el desempleo era altísimo, pero desde la radio, o desde algún disco, se seguía escuchando al grupo onubense Jarcha cantar “Libertad sin ira”. Aquella noche electoral de octubre, en la que mi padre compró una botella de buen Rioja para seguir el recuento de votos por televisión, la democracia parecía más fuerte. Días en los que la gente compró muchos periódicos, todos cargados de páginas. La Transición la hicieron, entre otros, Felipe González, Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda, Santiago Carrillo, y el Rey. Pero hubo periodistas que contribuyeron decisivamente para facilitar el complicado salto de España hacia la libertad sin ira. Y de eso se habla poco. Miguel Ángel Aguilar, Fernando Jáuregui, Juan Luis Cebrián, Iñaki Gabilondo. Y, naturalmente, Haro Tecglen o Francisco Umbral, al que después llamaron ‘El gran cronista de la Transición’. Los quioscos, que cuando entonces había uno en cada esquina, tenían montones de periódicos y muchos semanarios. Las mañanas olían a tinta impresa. Los periodistas, insisto, resultaron decisivos para que se consolidara la democracia. La Transición, claro, fue imperfecta. Pero era imposible una revolución. La Transición, digamos, consistió en una conservación revolucionaria.

La derechona inundó las calles de algunas ciudades en los últimos días de la campaña de 1982 con octavillas que advertían de que Felipe González haría expropiaciones y atentaría contra la propiedad privada. Pero la gente, sí, quería el cambio: votó PSOE. Luego, Felipe se parapetó en la “bodeguiya” para beber, acompañado de Ana Belén, Víctor Manuel y otros muchos, un vino de considerable mejor calidad del que trajo mi padre aquella remota noche electoral, y Umbral, en sus columnas, escribía que los socialistas no eran rojos, sino “infrarrojos”, en un extraordinario hallazgo literario. “La sociedad se movilizó más allá de las fronteras de nuestros votos”, dijo la pasada semana F.G., acompañado en la sede socialista de Ferraz por Zapatero y por el presidente Pedro Sánchez.

Y aquella España de 1982 era también la mirada intensamente azul de Carmen Díez de Rivera, a la que Manuel Vicent dedicó mucho tiempo después la novela “El azar de la mujer rubia”. Aquel 28 de octubre trajo la España en color. La modernidad. Y en La Moncloa se hablaba andaluz.

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