Volver a los diecisiete
Recordar quiénes fuimos es un ejercicio romántico de valentía que nos pone ante “la escoba de pintar estrellas con la que barre Violeta Parra la carpa vacía de los cielos”, que escribió Alexandra Domínguez en un memorable poema. Y es mucho, a cierta edad, lo que nos sorprende aún aleteando o con signos de vida en la mugre alcanzada por las pértigas de la memoria. Contemplamos esas piezas rescatadas del olvido en noches sonámbulas donde siquiera el barbitúrico prescrito conquista el cuadro neuronal de aquello que acaba alimentando nuestras vigilias. También nos inquieta y fascina lo que ya no regresa con la intensidad de entonces y acaso se resiste o vuelve desarmado en nuestras visiones más íntimas como deudas de un profundo error que ya jamás subsanaremos, pero en cuyas ruinas nos emocionamos como cuando el azar nos conduce a la lápida del nombre que un día fue objeto de nuestra admiración.
Coincidiendo con estos días de canícula precoz, los centros de enseñanza secundaria despiden a sus bachilleres. De pronto, la primera de las grandes raíces es cercenada de sus instintos: la de la escuela. Son días desconcertantes que se mueven entre el apremio de las Pruebas de Acceso a la Universidad y la sensación extrema de que ya no hay excusa para “vivir deliberadamente”, en palabras de Thoreau, y volar, decidir, tomar posición en los asuntos y trampas que asolan nuestra conciencia desde todos los frentes de este capitalismo salvaje que incluso nos llama por nuestro nombre desde nuestro teléfono, con números desconocidos que aparecen en la hora inoportuna, desatada cualquier privacidad en eso de la libertad de los mercados.
Hace bastantes años, cuando algunos también fuimos bachilleres en víspera de los fastos de su graduación, podría nombrar a los amigos que, en una tarde también de calor extenuante, aprovechamos para reunirnos, conscientes de que muchos estudiarían fuera y nos quedaban pocos encuentros para gastar en poemas, disfraces y canciones que eran absolutamente ajenas a los diecisiete de entonces, pero nos unían indudablemente a una tradición cultural y política que no habíamos encontrado en los libros ni en los modos de la exquisita formación cívica que habíamos recibido de los maristas. Erráticos e infelices, pero de una formidable inteligencia, nos pusimos a grabar con la cámara que atesoraba la familia de uno de ellos un “mensaje para ser visto a los cuarenta”. Uno por uno, fuimos hablándole a nuestro yo futuro, confesándole qué esperábamos que hubiese sido de nosotros. Cumplida la cuarentena, nos reuniríamos para hacer balance.
A día de hoy nadie ha encontrado aquella cinta y no sé si, en caso de que apareciese en una vieja caja de zapatos, estaría dispuesto a sentarme para escuchar lo que me dije a mí mismo aquella tarde de junio sofocante a los diecisiete. Hay edades sagradas a las que debemos lo que somos y vuelven con el aroma intacto del origen, como el precipicio en blanco de toda creación. Y ahí están los pupitres vacíos del instituto donde trabajo, con el rastro aún vivo de unos apuntes manuscritos sobre Nietzche, el borrón de esa cuenta que no sale sobre la mesa o el paraguas que no necesitó aquel primer beso bajo la lluvia y quedó ahí en el perchero de lo que se hace inútil a la llamada de los grandes desafíos de nuestro tiempo y que son los mismos que los de los diecisiete de todas las épocas de esta tierra que gira y gira en la victrola del cosmos. Todo ser que empieza es un motivo para la esperanza. Y toda esperanza un nuevo peldaño para la revolución secreta de las flores. “Mi paso retrocedido / cuando el de ustedes avanza / el arco de las alianzas / ha penetrado en mi nido / con todo su colorido” se cantaba de Violeta Parra en las noches clandestinas, sometidas por las cruentas dictaduras de Latinoamérica, porque la nostalgia no es un sentimiento subversivo si no implica proyección ni movimiento: no hay mayor ejercicio de valentía y libertad que tener derecho a que se pueda recordar lo que seremos. Puntualizo: lo que aún la humanidad no hemos sido capaces de ser.