Voces de mujer
Decía el gran Machado que “un hombre no es hombre hasta que oye su nombre de boca de una mujer”. Sentencia firme donde las haya y de las que dejan huella, al menos, en los que ya vestimos demasiadas hojas de calendario a la espalda.
La mujer, en el círculo occidental de la civilización, aporta tal cúmulo de potencias a ese entono que nos rodea que es absolutamente necesaria no ya su presencia sino, muy especialmente, su voz. Incido en la zona geográfica occidental para dejar constancia de que no en todas las latitudes de nuestro planeta se opina lo mismo. Las ondas televisivas, radiofónicas y los periódicos de todo tipo, desde digitales a clásicos de papel oliendo a tinta, han tenido a bien informarnos de una nueva ley dictada por las autoridades afganas y que tiene mucho que ver con la machadiana afirmación con la que comenzábamos.
Tal parece que, en esa tierra asolada por ideologías religiosas ancladas dolorosamente en tiempos muy pretéritos, la voz de la mujer no debe escucharse más allá de las paredes de su casa, prisión cercana con vigilantes varones que han de velar por su integridad o, quizá, de la integridad de sus compañeros de género que podrían ver alterada su honorabilidad si una voz femenina se cruza en sus tímpanos al pasar la calle, entrar en cualquier establecimiento o escuchar la radio. Tentación, se dice esa ley, es lo que produce la voz femenina. Y como tal ha de ser extirpada de la cotidianidad. Tras la puerta del hogar, hablen ustedes, mujeres. Fuera de ella, callen, no hablen, no miren, no piensen, no se atrevan a vivir más allá de ese uniforme infame que las hace desaparecer como seres humanos.
En público la mujer no debe hacerse notar. Y todo en aras de la decencia pública no de ellas sino de quien pudiera o pudiese observarlas en la distancia o en la cercanía y sentirse irremediablemente atraído al pecado, la perversión y la lujuria más feroz. Las autoridades han pergeñado para ello todo un entramado jurídico, legislativo, policial y ejecutivo. Este último en la más cruel de las acepciones.
Todo parte de un llamado Ministerio de Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio. Título que hay que leer varias veces para cerciorarse de su real existencia. Si no fuera por lo escabroso de sus propuestas, de obligado cumplimiento, claro, podríamos pensar que estamos ante una “boutade” literaria como aquel otro terrible y recordado Ministerio de la verdad que Orwell instituía en su distópico y futurista “1984”. Claro que en esa misma obra el autor cita también otros tres ministerios que suelen olvidarse más que el anterior. Son los de la Paz, la Abundancia y el Amor. Bien pensado, estos últimos ministerios sí que podrían haber impulsado propuestas para mejorar la vida de los ciudadanos. Nada que ver que la prevención del vicio y la propagación de la virtud que, curiosa y desgarradoramente, solo mira hacia la mujer. Su voz, su presencia, su cuerpo, su cabello, su paso... todo es un compendio de incitantes cebos para sus oteros congéneres masculinos. A ellos, a título de curiosidad, se les prohíbe ponerse corbata y recortarse la barba. De no ponerse corbata a no quitarse el hiyab, el burka o cualquiera de sus variantes, va todo un universo de derechos pisoteados, de dignidad oprimida, de sinrazón y de oprobio hacia la mujer. Los occidentales que vivimos en un mundo distinto, de igualdad y derechos, no podemos cruzarnos de brazos y dejar que “su” cultura las oprima y destroce su futuro como personas. Pero las fronteras parecen ser no solo una línea fortificada, que también, sino un filtro que descoloca nuestros puntos de vista. Un ligero alboroto en redes, algún que otro comunicado oficial sin levantar mucho la voz y poco más. El mundo afgano, del lado del hiyab, niqab, burka, hijab, khimar o shayla, parece no tener voces femeninas. Y menos ahora que no pueden siquiera cantar una canción o recitar un poema en público. Me quedo con la idea de Machado. Siempre. Y con las mujeres libres, plenas y alzando la voz.