Vientos de guerra

22 mar 2022 / 17:00 H.
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Llegan, estos días, hasta nosotros, los vientos de la guerra. Dicen los meteorólogos que en el nordeste se ha formado una gran tormenta especialmente voraz, de ráfagas destructoras y truenos estrepitosos, que arrasa vidas e inmuebles a su paso. Y, debido a su intensidad, el conflicto esparce algunos de sus residuos, llevados por las corrientes de aire del mundo global, hasta nuestras latitudes, formando nubes de polvo rojo, que tiñen el cielo de sangre y manchan nuestro suelo y nuestras conciencias de una fina capa de ruina y devastación, con leve aroma de metralla.

Y es que ha estallado otra vez la guerra en Europa, como si de un reinicio tardío de remotas plagas se tratara. Los epidemiólogos bélicos cruzan los dedos para que décadas después del segundo brote mundial, no estemos a las puertas de una nueva ola destructiva, de un tercer rebrote mundial de consecuencias imprevisibles, pues no existe medicación alguna capaz de paliar su propagación letal. Creíamos estar vacunados, nos habíamos inyectado la dosis de la civilización, y también la de la cultura, y gracias a ellas resolveríamos todos los conflictos internacionales a través del diálogo. Pero parece ser que la nueva variante podría ser inmune a nuestros viejos remedios.

Ha despertado la gran fiera. Pensábamos que la teníamos dominada. Recluida en una jaula. Como si se tratara de un raro espécimen que solamente se da en selváticos enclaves de África o en desérticos parajes de Oriente Medio pero que se ha extinguido, desde hace tiempo, en nuestro desarrollado continente. Y si, a menudo nos acercábamos a ella, era para contemplarla desde lejos, como se visita una curiosidad que forma parte de nuestra historia, y que se estudia en los colegios para exorcizar viejos fantasmas.

¿Quién iba a imaginar que podría llegar a escapar de su reclusión? Nadie sabe muy bien cómo ha sido, pero de pronto un día nos hemos despertado con la noticia de que la fiera volvía a hacer de las suyas, dispuesta a segar a dentelladas la vida de miles de inocentes.

Aunque nos tranquiliza el hecho de que mantenemos acotado su ámbito de actuación. Todavía está lejos de nosotros, el hábitat del monstruo. Y no parece probable que semejante demencia pueda llegar a extenderse hasta nuestros confines. Pero si nos viéramos en esa terrible situación, si nos calzáramos, por un momento, los zapatos de las personas que viven día a día la crudeza del conflicto, nos sentiríamos inmersos en una vorágine de sensaciones, que desde nuestra burbuja de confort nos resultan muy difíciles de concebir.

Imagina que, repentinamente y sin causa aparente, ella te despierta en la madrugada de tu paz y agarrándote de los pelos te arrastra fuera del hogar, y a empujones te expulsa de tu territorio, de tu seguridad, para que busques un mísero refugio. Y mientras la maldita monstruosa guerra te escupe toda su ardiente rabia, y juega a barajar y a repartir, caprichosa, su destrucción a tu alrededor, tendrás que apresurarte para buscar las fronteras de tu tierra y traspasarlas, y suplicar a personas lejanas que compartan un poco de su paz contigo; pero esas gentes, a menudo, te ignorarán, no querrán que turbes su descanso, mientras se sueñan invulnerables y a salvo de monstruos que, de madrugada, arrancan, de sus lechos,
a los inocentes.

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