Vergüenza torera
Pasa pocas veces —pero pasa— en los toros, que detrás de hermosas faenas y tardes memorables existe todo un mundillo de picarescas y subterfugios con los que se trampea, de tal forma que aquello que no queda más remedio que verse, se vea, pero sin que se note. Las historias del afeitado de los toros, de comisiones escondidas, de ponedores arruinados o de sobrecogedores vendidos, ni son nuevas ni tiene pinta de que se vayan a terminar. Sin que decir esto sea justificarlas ni que por ello pierda su valor o su grandeza lo que la mayoría de las tardes podemos vivir en los ruedos. Es verdad que, según qué públicos, la tolerancia es mayor y el grado de indignación se ve rebajado con la idea
—predicada por “entendidos” y asumida por taurinos”—, de que es que las cosas son —o tienen que ser— así. Metidos en faenas de mayor repercusión que las de las plazas de toros, a poco suenan ya todas estas intrigas taurinas cuando un día sí y otro también nos llegan noticias de nuevos casos en los que la corrupción se manifiesta en todas sus versiones: manipulación de contratos públicos, enchufismo, tráfico de influencias, cohecho, prevaricación, fraude fiscal, malversación y todo tipo de escándalos, en los que, por cierto, las más decentes son las mujeres que se buscan la vida prestando sus encantos. Casos de corrupción en los que aparece de fondo una indecorosa trastienda de despachos “privados” manejados por exministros o exconsejeros expertos en conseguir favores del sector público o en buscar trapos sucios de quien pudiese estorbar. Tampoco es nuevo el asunto. No nos vamos a engañar. Aquí el serrano más tonto hace relojes o vale para obispo, que dicen en la sierra. Es urgente un saneamiento de nuestro sistema. Y más allá de lo que jueces, policías y guardia civil hagan al respecto tenemos que recuperar la responsabilidad individual. Exigir transparencia, cuestionar el relato oficial buscando información más allá de los medios tendenciosos y al margen de argumentarios precocinados. La indignación no sirve si se limita a un comentario en redes. La apatía no es una opción. Ni el sectarismo tampoco. Y hay épocas en la vida en las que nadie puede escapar de su responsabilidad cuando están en juego los valores que siempre definieron a este país y a esta nación que llamamos España. Con todo, si de política hablamos, la más perversa de las corrupciones —porque ya se ha instalado en muchas mentes como si fuese algo normal— es la que desde el propio gobierno se ejerce, acordando, para poder seguir gobernando, la modificación de la estructura constitucional del estado pactando para ello con el que quiere la desintegración del propio estado y que fue condenado por intentarlo. Cediendo lo que por ley —y sentido común— no se puede ceder y sin que el fiscal del propio Estado salga en su defensa, aunque no sea por eso —aunque debería— por lo que también está imputado. Por mucho que uno quisiera asemejar estas componendas con el mundo de los toros, resulta cada vez más difícil.
Se pueden negociar carteles o trapichear al hilo de las tablas. Pero puestos en el ruedo, la verdad y las reglas son sagradas. Aquí pillan a la gente copiando y ni se van ni los echan del aula. Y si con la que tenemos encima nadie dimite es que aquí, más allá de la que queda en los ruedos, estamos perdiendo todos la vergüenza. La vergüenza torera.