Vergüenza ajena
A veces, determinados comportamientos humanos resultan tan ininteligibles que te preguntas si no estarás frente a una inteligencia superior. Sigues observando, curioso y atento, aunque intranquilo, porque en cada nuevo comportamiento se hace más patente que, definitivamente, algo no te gusta, y comprendes que tal vez has confundido la velocidad con el tocino, la inteligencia con la estulticia. Que te encuentras ante un ser que, como Odiseo, peca sobre todo de soberbia. La “hybris”, como la llamaban los griegos: una desmesura de orgullo y arrogancia, deslealtad, insolencia, insulto y prepotencia. El ensoberbecido transgrede todos los límites contra los dioses e, inevitablemente, atrae un castigo. Pero, como reza el antiguo proverbio, “aquel a quien los dioses quieren destruir primero lo vuelven loco”. Así que, cuando, mientras tú te esfuerzas, sientes y padeces, otro, desprovisto de la más elemental empatía, despliega sus plumas como un pavo, suelta una carcajada sonora, casi obscena, y demanda aplausos que ni le corresponden ni merece, entiendes que lo único que te provoca es una infinita, angustiosa y agotadora vergüenza ajena. Y, pasando de griegos a romanos, te preguntas como Cicerón: “¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?”.