Veranos de los cincuenta
Marchando a los ríos era un gerundio muy refrescante, pero también el sudor por las inglés y las axilas pasaban factura acalorada. Arrastradero, Alberquilla de la Rama. El Tejar del Taranto. Ea. Ya estábamos en la presa de los Caballos dándonos unos chapuzones en los chilancos, o sea, remansos para quien no lo entienda. Los patinadores, las libélulas, hormigas, más otros especímenes, era una estampa biológica y mediambiental aún en su pleno apogeo, antes de que llegaran los pesticidas, herbicidas y otros elementos antinatura que están acabando con todo bicho viviente. A lo que iba. Era una gozada bajar a los puentes cuando el calor derretía el chocolate en una baldosa. Vituallas para comer, alguna manzanilla hurtada al hortelano que estaba durmiendo la siesta, o el perro medio atontado por el calor atado a un árbol. Hacías una poza a un metro de la orilla del río, y el agua limpia la podías beber. Y ahora a “subir parriba” con los bártulos al hombro a Jaén. Un calvario, amigos, pero como palos a gusto saben a gloria, al verano siguiente, otra vez a los ríos de Jaén a zambullirse y a pasar calor. Recordar no es morir, sino rejuvenecer.