Venus en el espejo

    14 ago 2023 / 09:02 H.
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    En los presentes días de hedonismo, adquiere relieve un pensamiento que milita entre la filosofía y la antropología. Vertientes contemplables desde los no lugares presentidos por Marc Augé, cuyo reciente óbito ha refrescado nuestra memoria acerca de estas reflexiones. Espacios por los que transita el cotidiano vivir de millones de personas que nacen en la clínica y mueren en el hospital después de recorrer miles de kilómetros de autopistas absolutamente frías e impersonales, cuyo concepto, según el antropólogo francés, alcanza la “sobremodernidad”. Un mundo tecnificado y sin memoria donde de todo se nos advierte e, inmediatamente, todo se nos muestra subvertido y equivoco. Es preciso regresar, siquiera evocadoramente, a retomar aquel aliento de raíz humanista donde Michel de Montaigne, escapado ya del “buen tiempo renacentista”, salía de su castillo a caballo sin otro rumbo que el de contemplar su propio equipamiento de persona para escribir sus ensayos, más de uno, el lector me entenderá, verdadero germen vivificador de un aliento que, desde su ir y venir, tiene que ver con la novela de mirada retrospectiva. Tal es, a mi ver, la nervadura de la actual novela histórica, cuyo andamiaje sumerge al lector en un universo de intereses encontrados donde los acontecimientos y las personas alcanzan un pulso que, sin perder el hilo de lo veraz, nos introducen en un clima de cotidianeidad que, en un estado de aproximación, enseguida nos permite saludarlos cordialmente. Al cabo, aproximación o “ensayo” a la manera de ese Montaigne que, todavía hoy, nos seduce con el entrecruzamiento de lugares y búsquedas temporales que dan con el personaje más allá de lo conocido, esto es, donde la memoria se solapa acunada por la magia del escritor...

    De pronto, pienso en “Memorias de Adriano”. Su lectura nos adentra en un clima de lugares y personajes que despiertan y amplían, pueden hacerlo, en el lector su vocación historicista hasta conducirlo a páginas de respiración más inquisitiva. Tal sucede, por ejemplo, con la pintura, especialmente con los retratos de Velázquez, en los que, el efigiado enseguida suscita una segunda mirada más ordenada y perspicaz. Es, acaso, el poder de la imagen, pero también es el poder de la palabra bien trenzada y ahormada a matrices históricas, tal y como se desprende de “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino, donde el encuentro con el aliento de personas y paisajes es inevitable al transitar y respirar el aire de las calles. Pues bien, tengo para mí que algo de todo ello sucede en las 384 páginas de “Venus en El espejo”. Última y ejemplar novela de Emilio Lara, en la que podemos encontrarnos con una ciudad tan deslumbrante como Roma, y con Velázquez en un más que gozoso andar, en el que se abrazan magia y realidad.

    Sí, Velázquez pasó un dilatado período en la Academia de España en Roma, cierto que en unas fechas poco doradas para el arte italiano, cuya arribada hasta las cimas renacentistas había perdido toda su anterior pujanza. Al cabo, Caravaggio había ganado la partida mediante un concepto de contemplación que la aguda y serena mirada de Velázquez enseguida percibió. En efecto, la Compañía de Jesús ya había hecho su trabajo cuando, en 1592, daban sepultura en su castillo a Michel de Montaigne celoso de su intimidad; esto también, luego del nacimiento de Caravaggio en 1571, exactamente a 22 años antes de la creación de la Academia de San Lucas en Roma, en 1593 y, por consiguiente, siete años antes del nacimiento de don Diego Velázquez y Silva, en Sevilla cuando faltaban unos meses para concluir en siglo.

    Pues bien, Emilio Lara, lector inquisitivo hasta alcanzar grados de alta erudición, deja caer sobre las páginas de su novela todo aquel mundo a manera de refrescante orvallo, cuyo sincretismo permite trasladarnos desde aquella Italia absolutamente barroca, al Jaén de hoy. Lo que no es sino una licencia de erudición repensada que no ignora cómo viene transitando la nervadura cultural más firme y europea desde entonces a nuestros días, mediante páginas que dejan fluir el correlato del vivir que conforma el confín de una modelo como la del cuadro de Velázquez que fluye en “Venus en el espejo”. Todo un acontecer en el que habita el antes citado retrato realizado por Velázquez de la poderosa y encopetada dama Maidalchini, cuñada de Inocencio X, a la que el escritor jaenés tiende a reivindicar por sus propios valores, pero también, por su protección a la mujer y su capacidad en cuanto hace al equipamiento y conservación del patrimonio urbano de la mítica ciudad italiana. Todo, en fin, entrelazado con Velázquez, su modelo y la Real Academia de Bellas Artes de San Lucas, a la que el artista sevillano había arribado con el propósito de fomentar el intercambio cultural y artístico entre España e Italia durante tres años (1629/1631) que además de aportar a la biografía del pintor el contacto con las obras maestras de la antigüedad clásica y las renacentistas, dejan el desgarro sentimental de una mujer, la posible modelo para la cimera obra velazqueña, y un hijo, Antonio, vástago romano del celebérrimo pintor andaluz.

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