Vacunación inminente

    23 dic 2020 / 16:52 H.
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    Si partimos del concepto de pandemia, como la “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”, claramente estamos pasando por esta situación desde hace ya casi un año. Se recordará este tiempo que vivimos en presente, como algo parecido a la mal llamada “gripe española” de 1918, y que mató a más de cuarenta millones de personas en todo el mundo. Se dice pronto. Si comparamos fotografías de la época con las de ahora, poca variación presentan, a no ser que se nos muestra la tragedia en tintes negros y blancos frente a la alta resolución que poseemos en nuestros móviles de hoy en día, que digitalizan la imagen y la llevarán con más detalles hasta un futuro nada lejano. Pues bien, ya nos llega —parece ser— la tan traída y llevada vacuna, una especie de panacea que acabará con todos los males del virus coronado. Esperemos. Mientras tanto, este que escribe, sin manejar la pretensión de ser alarmista, ni conspirador, sí piensa que la vacuna debería ser pinchada a los políticos de turno, en directo, uno a uno, y esperar la respuesta inmunológica en un plazo de varias semanas. En medio, una lucha de empresas farmacéuticas que pretenden colocarse la medalla del que se adelante primero, mayor beneficio obtendrá, y nosotros, pobres mortales, mientras tanto, iremos manejando el autoengaño de que la esperanza es lo último que se pierde, y que habrá de cristalizarse en un antídoto contra el adversario, cuando la realidad es que surca el ambiente la nebulosa de un nuevo brote, nos dicen, más virulento y en plenas vacaciones de Navidad. Con todo, necesito albergar, como el resto del mundo, la nueva esperanza —bendita palabra— de aniquilar al agresor invisible que busca desesperadamente un huésped. Albergo, igualmente, la esperanza de poner en práctica el sentido común frente a este mal del siglo XXI, si bien cuando veo en las noticias cómo hacemos caso omiso de los anuncios publicitarios de concienciación, me doy cuenta de que los seres humanos, mal que nos pese, somos los máximos destructores de nosotros mismos, actuando, en ocasiones, con más virulencia que el propio “bicho”. Así nos va.

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