Una virgen y un toro

18 ago 2022 / 16:00 H.
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No hace falta patearse la provincia para constatar que en la mayoría de sus pueblos los toros —o las vacas— siguen siendo un elemento fundamental en sus fiestas. Ya lo está haciendo Diario JAEN -en una clara apuesta por la cultura rural- de tal forma que raro es el día que en sus páginas no aparecen imágenes y noticias de encierros, capeas y demás festejos taurinos, que son muchos y diversos en esta tierra. Guste o no, lo cierto es que lo que se muestra —en papel o en la web— es una realidad evidente, aunque quizás no suficientemente conocida fuera del ámbito local. Alguien podría pensar que el parón de la pandemia iba a mermar o a enfriar las ganas de fiestas -y de fiestas con toros- en nuestros pueblos y ciudades. Pero no. Ha sido abrir la veda y con fuerzas renovadas nos hemos metido en faena. Los humanos somos ante todo y por naturaleza sociales. Necesitamos relacionarnos. Y lo revelamos especialmente participando en esas peculiares reuniones -acontecimientos sociales los llamaba Tierno Galván- en las que básicamente se busca el estar juntos, apretados incluso, compartiendo ilusiones, sensaciones, creencias y emociones. El toro —o la vaca— con su fuerza y su bravura es en estos casos el vínculo, el eje alrededor del cual gira la fiesta y el que enciende y hace apasionada la convivencia. Pero lo que se busca realmente es el encuentro. O el reencuentro. Esa y no otra es la base de cualquier fiesta que se precie: la común unión ante un acontecimiento que nos define y nos identifica. Por eso la liturgia es diferente en cada sitio. No es lo mismo el encierro de Génave que el de Chiclana, ni la vaca de San Roque en Siles que los toros de San Marcos en Beas. A diferencia de aquellos ritos —con oficiante reconocido— donde los vecinos andan juntos pero no revueltos en torno al patrón o a la patrona,la de los toros es una fiesta con acento subversivo y revoltoso, porque es el propio pueblo —junto y muy revuelto— el que se apodera de las calles para que solo el toro mande. O la vaca, claro. Es normal y hasta comprensible que para el neófito taurino pueda resultar extraño o incluso rechazable. Pero es lo que los españoles han venido haciendo desde hace miles de años. Medirse a sí mismos, ante los demás —y ante las demás— frente a un animal bravo, asumiendo un riesgo tan innecesario como voluntariamente buscado. Mientras haya un toro bravo habrá un español dispuesto a ponerse delante. Ya lo decía Gabriel Celaya: “Soy un íbero. Y si embiste la muerte yo la toreo”. ¿Pudiera ser que estas fiestas desparezcan? Por supuesto. Será cuando motu proprio la gente deje de celebrarlas. La fiesta, de morir algún día, lo haría de muerte natural. No por decreto. Y podría llegar precisamente cuando se dulcifique tanto que se elimine el consiguiente riesgo y el acontecimiento pase a convertirse en un espectáculo sin emoción. Pero no parece que vayan por ahí los tiros. Aparte de que podría resurgir de nuevo, una vez que la sociedad recuperase la idea de que quizás sea más civilizado jugar con la muerte que esconderla. Hoy por hoy, lo que pudiéramos decir ya lo aclaró el mismísimo Antonio Gala. Y es que “aquí, en las ferias de los pueblos, imprescindibles solo hay dos cosas: una virgen y un toro. Y por cierto. Es más fácil adivinar, por más reciente, cuando apareció la primera que el segundo”.

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