Una postal en el buzón

    16 sep 2023 / 08:46 H.
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    La llave del buzón parece atascarse, quizá por el volumen del ejemplar de Diario JAÉN con que se despierta cada mañana. Pero sólo es una sensación devenida en júbilo por disponer, aún calientes, de las noticias que, de una u otra forma, nos afectan como jaeneros.

    Rara vez acompañan al periódico cartas de las que antaño recorrían el país de punta a punta. A veces transportaban saludos, despedidas, amoríos, buenas y malas noticias —estas últimas en competición con los temidos telegramas— y, en general, latidos de vida que se entrelazaban con otros en la distancia. Aquel “papel de carta” tipo doble cuartilla con un pautado de rayas sobre el que la mano temblorosa de la abuela desnudaba su alma en aras de los hijos y nietos que esperaban sus palabras con desasosiego; aquellos besos pintados de carmín con los que las muchachas enervaban el seso —también con x— de sus pretendientes allá por los destinos de ultramar o el cuartel de la mili obligatoria; el desesperado aviso predecesor del telegrama azul que daba a entender que el abuelo ya no resistía y que había que pensar en ponerse en marcha para compartir su último suspiro; el billetillo de “duro” que iba doblado entre las palabras escritas para que el nietecillo se comprara aquel plumier que siempre deseaba y para el que el exiguo jornal paterno no daba de sí; la estampita de una Virgen local o de un Santo patrón que, supuestamente, extendería su manto sobre la pareja de emigrantes que dejaron su tierra en busca de un futuro posible; la confirmación de la herencia de los pastos del monte y del rebaño en la que no todos estaban de acuerdo... La vida iba y venía escrita en un papel y apresada en un sobre que, siempre, llevaba impresa con saliva la marca genética del que la enviaba y, tal vez, la posterior lágrima del destinatario.

    Pero no. Tampoco hoy el buzón me ha regalado un sobre con su matasellos y su remite. Claro que, ¿qué es eso que hay bajo el periódico? ¡No me lo puedo creer! Es una tarjeta postal. Una “postal” como siempre hemos dicho. Un paisaje playero que me recuerda los aún cercanos y tórridos calores agosteños. Me dejo llevar y paso los ojos una y otra vez por esa arena curiosamente no demasiado hollada por bañistas bajo la sombra de algún edificio hotelero que se adivina en uno de los lados. El agua parece mecerse hasta la orilla cuando muevo la tarjeta y ahí vuelvo a dejarme mecer por los recuerdos.

    Es una típica postal de tiendecilla de souvenirs en cualquier paseo marítimo y podría haber llevado -en tiempos no muy lejanos- el traje de faralaes bordado en una flamenca sobresaliendo del cartoncillo. O, tal vez, las dos banderillas de un apuesto “toreador” dispuesto a hundirlas en el inocente lomo del toro de turno. Aquellas tarjetas se han ido diluyendo en el tiempo, se han casi derretido por el paso de las nuevas tecnologías. Un WhatsApp, un Messenger, un SMS, una videollamada o una entrada en Twitter —ahora X—, Facebook o Instagram, por no hablar de Tik Tok, nos permiten decir orgullosamente aquello de “estoy aquí” sin necesidad de comprar, franquear, escribir y buscar un buzón.

    Pero, rara avis, tengo en mis manos una postal. Sí. No doy crédito. Debería darle la vuelta, leerla, observar el matasellos y deleitarme con la historia que, seguramente, cuenta. Pero, de pronto, el miedo ha hecho mella en mí. ¿Quién puede enviarla? ¿Quién ha obviado la tecnología para procurar trabajo al cartero más allá de los ya escasos extractos bancarios, recibos, citaciones o folletos publicitarios del super de la esquina?

    La duda me hace dudar, valga la redundancia. Antes de darle la vuelta me digo que debo mencionar este hecho casi mágico en las páginas del periódico que, sorprendido, me mira sin haber abandonado del todo el buzón. Recibir una postal en estos tiempos es como la paloma que sale del sombrero del mago o como la chica que desaparece en la caja atravesada por sables. Es algo increíble. Pero bueno, la sorpresa debe estar en el reverso. Veamos quién la envía...

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