Un pueblo entre
blasones y azadones
Viajo hoy a Villacarrillo y mi formato de paseo, como viene siendo cada miércoles, lo he visto gratamente explicado en el libro del escritor portugués Jorge Valadas, “La memoria y el fuego”. Al principio, advierte que el libro es un paseo por Lisboa, pero aconseja cómo hay que hacerlo: “Hay que caminar con paso lento, sin arrasar la memoria del pasado y sin entretenerse en la memoria de los vencidos. Hay que salir al encuentro de señales y vestigios de utopía enterrados bajo el cemento de la ciudad”. Me acompañan hoy tres personajes que, cada no a su manera, me enseñaron a entender el alma de esta ciudad. Esta forma de pasear se da a usar la ficción, puro gozo, pues, según Vargas Llosa es en la ficción en donde aflora “la verdad de las mentiras”. Mis acompañantes son el pintor Cristóbal Ruiz Pulido, el poeta Julián de la Torre Ruiz y un viejo amigo, Juan Cruz, apasionado del flamenco, padre del afamado cantaor Carlos Cruz.
Nada más divisar la estampa de la ciudad viniendo por la carretera desde Úbeda, se atisba esa mezcla de vanidad, orgullo y altivez que anida en ella. Allí está, a lo lejos, con su caserío recostado en la ladera de una de las lomas que, como un caballón, separan las sierras Morena y Cazorla, bordeadas por los valles del Guadalquivir y Guadalimar. Y, enseñoreándose sobre el caserío, oteando horizontes, como carta credencial, se alza la torre del templo de la Asunción, filigrana renacentista que trazó el joven maestro cantero Andrés de Vandelvira cuando desde Alcaraz, su pueblo, “bajaba a las Andalucías” a buscarse la vida. A la izquierda, se levanta desafiante Iznatoraf, como queriendo bajarle los humos a su vieja pedanía “Las Chozas de Mingo Priego”, segregada por orden de Juan II en 1450, como pago de favores al arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, señor del Adelantamiento de Cazorla, quien dio su propio apellido a la nueva villa.
La estampa de la ciudad muestra, incluso en la lejanía, ese carácter clasista, muy acentuado antaño, y que quedó plasmado en su cartografía urbana, dejando ver muy bien dónde vivían los nobles y dónde los jornaleros. Nadie ha expresado mejor la intensidad y el simbolismo de este paisaje como ese “pajarito andaluz, sentimental y fino”, como llamaba Azorín al pintor villacarrillense Cristóbal Ruiz Pulido. Su obra “Tierras de labor” expresa de forma sublime el alma villacarrillense. El paisaje, cuajado en una orgía de colores, ocupa gran parte del lienzo y destacando en primer plano, una mancha blanca que simboliza a un hombre que, con la azada alzada en sus brazos, se dispone a golpear la tierra. Es un hombre solitario en medio de la desnudez del campo. Los paisajes que dibuja este pintor muerto en el exilio invitan a evocar un mundo sereno, silencioso, callado y equilibrado.
El paisaje de Villacarrillo tiene los colores de su riqueza en una mezcla del verde aceitunado de sus campos de olivos, que a lo largo del siglo pasado suplantaron los ocres colores de sus tierras de “pan llevar”, sembradas de cereales y famosas por doquier, como lo fueron sus garbanzos, hasta el punto de levantar la envidia de los pueblos vecinos que comenzaron a llamar a sus gentes “garbanceros” , aunque su gentilicio oficial, según la RAE, sea “campiñés”. Tierra rica, ya sea de zonas de secano o en las zonas de regadío de la vega del Guadalquivir, potenciada por el Plan Jaén mediante un sistema de repoblación que hizo nacer las pedanías de Arroturas, Agrupación de Mogón y La Caleruela, cercanos a la vieja aldea de Mogón. Tierra fértil y rica en sus altas serranías en la Mancomunada Sierra de las Villas. Tierras fértiles, con grandes manantiales de agua y una flora y vegetación esplendorosa y agreste, especialmente en el entorno que rodea el pantano del Aguascebas. Tierras que esconden veneros de aguas saludables como las del viejo Balneario del Saladillo.
Villacarrillo no debe vivir solo petrificando el pasado, abrillantando blasones. Villacarrillo es más que la belleza de sus templos, la genialidad de sus hijos ilustres como los Benavides, los imagineros Ocampo, o nombres destacados como Don Ambrosio, Matías Pastor, Manjón o Escudero de la Torre. Es más que su esplendoroso Corpus o su profunda devoción al Cristo de la Vera Cruz o la Virgen del Rosario; y más que su Semana Santa. Villacarrillo no puede perder sus sueños. Julián de la Torre, mi otro acompañante, el poeta del pueblo, con quien tantas veces conversé, me repetía que Villacarrillo se vendría abajo si dejaba de soñar. Julián, aunque nacido en Madrid, quería y le dolía a la vez esta ciudad. Era gran amigo de silencios, que solo rompía en sus versos cortos, escuetos, ajustados y enervantes. “Para, deja de subir tan alto/ mira abajo, Villacarrillo/ De tanto mirar arriba/ pierdes lo más importante que tienes: tu gente”, decía en uno de sus versos.
Mi otro acompañante, hombre siempre callado, sonriente y alegre, me fue desvelando muchos lados buenos del alma de Villacarrillo. Y lo hacía respondiendo a mis preguntas con un fandango o una zambra en cuya letra iba la respuesta. Para él la gente de Villacarrillo era buena, porque era capaz de sonreír aunque tuviera abiertas las heridas. Hubo un fraile a finales del XVIII que no pareció entender al pueblo. Decidió huir, no sin antes dejar por escrito lo que pensaba del pueblo: “Villacarrillo es un lugar/ sus moradores, villanos/ los ricos, tontos y vanos/ el mujerío, pelgar/ tan solo el templo es singular/ Los frailes, torrezneros/ las monjas, impertinentes/ Ya me dirán ustedes lo que hace un forastero con esta maldita gente”. Una injusta apreciación, sin duda. Confieso que este pueblo tiene un alma que se deja querer.